Le cruzaba la cara una multiplicidad de heridas rencorosas: varios balazos dispersos por la sien y los pómulos. Su real nombre no interesa; todos en Bolívar le decían Cuchillo en Liga. Manda en la estación como si fuera el dueño de una gran estancia y ante la llegada de un nuevo empleado en reemplazo del anterior que se había jubilado, por esas vueltas de la vida, se sabe que recurrió a este imprevisible argumento para presentarse: le confió la historia de las cicatrices. Este Cuchillo en Liga venía de muchos kilómetros, más específicamente, del otro lado del océano, no faltó cuando dijo que venía de las afueras de Dublín, en Irlanda. Ya alguien le había chiflado en el oído al nuevo empleado que el Chuchillo es bicho de temer y que debía tener cuidado, que debía evitar meterse en terrenos pantanosos.
La estación padecía en severo desorden administrativo; el irlandés, para poner orden, trabajó a la par de los peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor: varias veces se lo podía ver en los ratos libres dar vueltas por las instalaciones pálido, trémulo, azorado y más autoritario que antes. Recuerdo los ojos glaciales, la flacura, el bigote medio chuzo. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimentario, con una mezcla de inglés.
A mi llegada como empleado a la estación Bolívar, algo me hizo sentir que había cierto aire inglés. Era un momento de tiempo libre, golpeo la puerta de la oficina. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; así que para sobrevivir, debía congraciarme con el irlandés. Le dije la verdad: era el nuevo empleado y le haría compañía hasta que la empresa dispusiera un nuevo traslado. Mi interlocutor comprendió mi actitud, puso una sonrisa para aclararme que era irlandés, de las afueras de Dublín. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Me sirvió un plato de comida. Comí. Después de eso, me llevó para indicarme donde sería mi parada. Hicimos unos metros por el andén, unos pasos por la grava y abrió la puerta. En la casita amueblada con lo básico, dejo la mochila sobre la cama. El irlandés se sentó, fue a la alacena y trajo una botella de ginebra. Me invitó y bebimos un rato largo, en silencio.
Rato después le advertí que yo estaba borracho. La cara del irlandés se demudó; durante unos segundos pensé que me sacaría a las patadas de la parada asignada. Al fin me dijo con su voz habitual:
- Le contaré la historia de mis heridas bajo una condición: la de no hacer ningún oprobio, ninguna circunstancia de mi infamia.
Asentí. Esta es la historia que me contó, alternando el irlandés con el español y mezclando a su vez, el inglés:
“Hacia 1999, acá en la estación Bolívar, yo hacía diez años que estaba como jefe de esta estación. Los empleados que estaban en ese entonces, fueron jubilados unos por uno y casi ni siquiera se ocuparon de hacer su reposición. Pero uno de ellos, el que más valía, murió en el medio del andén por el cual acabamos de pasar hace un rato largo, a media tarde de un día de primavera, soleado y caluroso, acuchillado por hombres que entre sí nunca lograron concordarse en el ámbito laboral; otros, quedaron en el anonimato absoluto pero no olvidan estos años pasados. Éramos varios... provincianos, lugareños, otros, extranjeros en la tierra bolivarense porque aterrizaron aquí... éramos, lo sospecho, en el fondo, soldados de un ferrocarril utópico: los rieles para nosotros representan la arteria principal, como la aorta dentro del cuerpo del hombre y que por ellos vale la pena luchar, y las luchas muchas veces terminan en cosas intestinas de gremios, la ambición de dirigir... el querer ser cacique y que los demás ocupen el lugar de indios... juro que era un presente intolerable, si bien todos somos compañeros, pero divididos porque con la escisión que hubo cada uno terminó en una empresa diferente... intentamos mantener la unión pero fue algo que se nos escapó de las manos... era una amarga y cariñosa mitología, en este bonito edificio cuidado detalladamente hasta el último rincón, con una biblioteca pequeña pero nutrida de literatura, era el rincón donde todos parábamos y ahí se cocinaban todos los planes... Una noche, que jamás olvidaré, recuerdo que Joaquín Pontoriero quedó duro y mudo como una estatua cuando me vió y supo que era el nuevo jefe de estación: un tal Horacio Strahler.
Tenía apenas unos 32 años. Era flaco, como lo soy en la actualidad, pero sin bigote. Provenía de haber estado durante unos 2 años en boletería de Glew, al servicio de FEMESA. Pero con los cortos años que tenía en Ferrocarriles Argentinos, pocos, parecía saberse de memoria los manuales administrativos de las estaciones ferroviarias, nunca se supo que anduviera en algún taller o que hiciera trabajos de limpieza. Las razones que puede tener un hombre para abominar a otro o para quererlo son infinitas: Strahler había comprendido que donde manda capitán, no manda marinero. Afirmaba que el capitán por algo es capitán y el marinero es marinero. Punto y a otra cosa mariposa. Lo que no lograba resolver un día, seguía al otro. Si tenía alguna dificultad, más se empecinaba en resolverla, cueste lo que cueste, pero lo conseguía. Yo le dije que a un hombre lo que le importa es que las cosas estén en orden... Ya era de noche; seguíamos ahí en la biblioteca discutiendo, los dos, enfrentados con la mesa de por medio. Los juicios emitidos por Strahler me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo compañero no discutía ni consultaba para nada: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
Llegó un momento en que cada uno se fue a su rancho pero al día siguiente volvimos. Había elecciones para elegir delegado en La Fraternidad y por esa razón, no se trabajaba. Me resultó tan irritante que no pude contener mi ira, sumado a que estaba un poco ebrio, y terminé agrediéndolo a golpes de puño. Sangraba mal, por todos lados, de los golpes propinados, pero se mantenía en pie. No se rendía fácilmente. Yo lo miraba con los ojos desorbitados y él me miraba como buscando la razón de mi ira. Luego aparecieron otros compañeros más a auxiliarlo y a los gritos los mandé a que fueran a hacer cada uno lo que le correspondía. Ellos no hicieron caso de la orden que les dí y se resistían a cumplirla bajo la premisa que era día de elecciones. Finalmente Joaquín Pontoriero cayó al suelo como una bolsa de papas, miraba desde el suelo. Clavé la mirada: Horacio Strahler estaba inmóvil, fascinado... veía a Pontoriero en el suelo ya débil. Le dí una palmada fuerte en el cachete izquierdo, sacudí a Strahler, lo insulté y le ordené que me llevara al hospital a curar las heridas. Tuve que amenazarlo; vaya uno a saber qué pero no reaccionaba, estaba anonadado... parecía invalidado. Por suerte fuimos al hospital y unos días después volvimos a la estación.
Semanas después, ya comenzada la primavera de ese año, caí en cama por varios días. Recuerdo que Pontoriero fue a ver a Strahler y supo que había contraído una rara enfermedad... la escarlatina. Strahler estaba en la cama, sin ánimo pero con necesidad de que alguien lo atendiera. Murmuró que los episodios violentos protagonizados hace un tiempo atrás eran interesantes; le traje una taza de te; pude comprobar que lo que tenía no le provocaría la muerte. De pronto balbuceó con perplejidad:
- Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara.
Varios días después, Strahler se recuperó de la escarlatina y retomó el trabajo en la estación. Cuando me presento en la oficina para comenzar el nuevo día, me sometió a un severo interrogatorio sobre “las pujas gremiales de La Fraternidad”. No entendía porque cornos investigaba eso si él es de otro gremio, pero bueno... Sus preguntas eran muy lúcidas: le dije que la situación era delicada, que ante el incumplimiento en los pagos estábamos al borde de un paro. Le dije a Strahler que también estábamos un poco cansados de que los mismos de siempre sufrimos los castigos y quienes los merecen nadie les hace nada, pero que si aquí en Bolívar la cosa iba de mal en peor, que parte de la culpa la tenía él. Me fui y cuando vuelvo, Strahler estaba con los ojos cerrados en el sillón. Conjeturó que tenía un dolor de cabeza.
Entonces me di cuenta que su cobardía era irreparable. Le rogué que se cuidara y me despedí. Me daba vueltas por la cabeza como que el cobarde era ese hombre y no Horacio Strahler. Nueve días después, nos volvimos a ver en la biblioteca. Le informé que el paro de maquinistas era por tiempo indefinido. Strahler le dio un puñetazo a la mesa, no podía aceptar nuestro reclamo. Al décimo volví. En la biblioteca estaba Strahler, con un libro abierto y un teléfono móvil. Voy a la cocina de la biblioteca cuando desde afuera lo escucho hablando por teléfono a la empresa; después oí mi nombre, que yo era quien había organizado el paro, después la indicación de que me echaran de la empresa y que suspendieran a otros tantos más. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
Sé que perseguí al delator unos metros, ahí nomás, hasta el andén. Strahler conocía muy bien la estación, mejor que yo. Con un revolver encima, lo acorralé. Él dio un puñetazo que lo hizo caer al suelo. Tan rápido como un rayo lo levantó y yo saqué un cuchillo, le dí una puñalada en el abdomen. Él disparó hacia mi cara a mansalva. Y volví a asestarle otra puñalada, a la altura del corazón... para siempre... con las balas metidas en mi cara, David Sabella: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio”.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
- ¿Y Strahler? – le interrogué.
- Se fue al hospital al curarse las heridas. Cuando volvió a la estación, el cadáver no estaba más.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera. Entonces, un gemido lo atravesó; entonces, me mostró con débil dulzura las cicatrices blanquecinas de la cara.
- ¿Usted no me cree? – balbuceó - ¿No vé que llevo escrita en mi cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Horacio Strahler. Ahora desprécieme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario