Santos Alvares es un morocho alto, de físico fornido. Está baldeando el andén techado de la estación.
Su mujer, Marcella Soutias, iza la bandera de Brasil en el mástil. La había pasado por la lavadora.
Hace años viven en una estación ferroviaria. Es que Alvares es el jefe de una estación donde el pueblo se compone mayoritariamente de población indígena, conocidos como shua.
En la ubicación geográfica espacial, sucede en la selva amazónica.
Desde la llegada del ferrocarril, pocos ferroviarios se han animado a convivir en esa estación, debido a la cierta fama que han adquirido por sus constantes enfrentamientos con los indios. En más de una ocasión, se ha cobrado sus víctimas.
Cuentan las páginas, que al inicio, los trenes de carga eran objeto de continuos y reiterados asaltos por parte de los shua. En mas de un asalto, perdían la totalidad de la mercancía y, cuando no, el personal era secuestrado para siempre, o perdía la vida directamente.
Aún así, Alvares y su mujer, aceptaron hacer rancho en aquella estación.
Al inicio, la convivencia fue algo dura: por empezar, no lograban hilvanar las palabras, después, la prueba de fuego sería la supervivencia con el entorno selvático. Paciencia, el tiempo les fue enseñando.
Y un buen día aparecieron los cargueros de ALL. Alvares pensó que podían ser un buen enlace entre el gran mundo urbano y la selva.
Cuando creyó que podía sentarse a disfrutar un poquito de la lectura de un periódico atrasado de Río de Janeiro, sucedió algo imprevisto. Su esposa, Marcella, había ido a colgar ropa al tendedero cuando sin quererlo sintió que en el talón de Aquiles algo le estaba atravesando, como si fuera una aguja. Cuando se dio vuelta para ver, vió la serpiente de tamaño respetable que la había mordido. Enseguida recordó que era venenosa y que su vida pendía de un hilo.
En la oficina, Marcella manifiesta los síntomas de la mordedura. Su pierna empieza a dormirse. Alvares sabe que no hay médico que cure, así que irá a ver a un curandero de la manzana 5. Allí, recibirá de manos de un viejo shua un antídoto para beber. Por suerte, todo salió bien.
- Ojo con las picaduras – le dijo el shua a Alves.
- Lo sé –contestó Alves.
- Perdón el molestar…
- Usted no molesta
- ¿No será generoso en darme algún aguardiente?
- En el próximo tren lo espero.
- ¿Todavía transitar trenes cargueros?
- Si.
- ¿Mercancía?
- Lo que imagines…
Alvares se fue ganando a los shua con inteligencia. De esa forma, consiguió que ellos pudiesen sacar su producción de bananas y cacao a otros puntos del Brasil.
- No pedir dinero shua, con provisiones alcanzar – manifestó el jefe shua.
- Bien. ¿Cuánto aguardiente quieren? – preguntó Alves.
- Mire que el amigo está ronco…
- Está ebrio – le contestó Alvares al shua y le señala con la mirada su compadre borracho.
- Si… estar borracho. Haber perdido apuesta…
- ¿Apuesta?
- La de quien aguanta tiempo sin perder hilos…
- Yo sé de otra mejor…
El curandero lo miró perplejo.
- Podrían hacer una apuesta quitándose todos los dientes. El que aguanta el dolor agudísimo, tiene la suerte de alzarse con el botín.
En el andén un alguien golpea la puerta de la oficina. Alvares abre.
- ¿Sí?
- Me mandaron a hacer curaciones…
Al mismo tiempo aparece un shua.
- Alvares! Alvares! Tren descarrilar y maquinistas agonizar!
- ¿Dónde? ¿Dónde?
El shua y Alvares fueron siguiendo la vía y se metieron selva adentro. Encontraron un tren corto, de unos siete vagones, de los cuales cuatro estaban descarrilados y la locomotora incluida. El maquinista había salido de la cabina y siguiendo sus huellas, a escasos metros encontraron el cadáver: tenía olor a orina. Estaba desgarrado.
Alvares se estremeció de pies a cabeza, pero recordó aquel episodio del gringo: la gata de la selva piensa que todos son asesinos. Lo aprendió de los shua.
Entre el shua y Alvares llevaron ese cadáver tan putrefacto como oloriento. Le planteó al shua que faltaba uno más.
Llegaron hasta la vía y enfilaron hacia la estación. Allí, con el teléfono, llamó a la base más cercana. Horas más tarde llegó un vehículo de auxilio. Entre el shua, Alvares y su mujer enterraron al maquinista muerto. Al velorio apareció su socio acompañante, un tal Gonçalves, arrastrándose.
- Gonçalves – dijo Alvares.
- Ay Alvares! Ay! – se quejaba de dolor Gonçalves.
La mujer de Alvares y el shua llevan a Gonçalves mientras Alvares termina con los ritos del funeral.
En la diminuta pieza del lavatorio, Marcella Soutias lava una por una las heridas de Gonçalves. Él se queja del dolor agudo.
- Aaaayyyyy!!!! Mataría a mi compadre por meterse a esa reputísima selva! Pelotudo de mierda carajo!!!!!!!!
- Ya pasará Gonçalves – le contesta Marcella mientras lo lava – el shua fue por el curandero.
- Si cuento el cuento Marcella…
- Pero este boludo haciendo cosas de idiotas…
- ¿Qué hizo?
- Salir de cacería en lugar de pedir auxilio. Mejor que se lo comió esa gata asquerosa que a mí me hizo mierda…..
- No se lo comió. Le mandó unos profundos arañazos, tipo surcos, donde la sangre ha salido con mayor fluidez. Ella ha bebido esa sangre y lo ha marcado con la orina.
- Se lo regalo… ¿Y qué cuento llevo ahora a mi regreso a Porto Alegre?
- Mmmm… dí la verdad. ¿Y qué vas a hacer entonces?
- Matarlo!
- Está muerto tu compadre.
En eso llegó el shua con el curandero.
- Llegar curandero.
En ese momento, el curandero enhebró una aguja con hilo y, pacientemente, empezó a coser una por una las heridas. Por fortuna, no eran profundas.
Al inicio, Gonçalves aguantó el dolor, hasta que llegó un punto en que no pudo soportar más. Y gritó muy fuerte, hasta quedar afónico.
- Aguante compadre, sea bien machote y banquese los dolores – le dijo el curandero.
Gonçalves bebió un trago de aguardiente que le calentó la garganta.
- ¡La puta madre!!!!!!!!!!!!! – gritó cuando el curandero empezó a coser la herida de la ingle – Ahora si que matenme!!!!!! – volvió a gritar como deseando su muerte.
- Gonçalves – dijo Marcella – Esto es la vida de la selva, y es así. Hay códigos y leyes que respetar. No porque estén escritos, sino porque te los impone la misma naturaleza.
Horas más tarde acabó el curandero de coser a Gonçalves. Estaba dolorido.
Había una cuadrilla trabajando para encarrilar el tren y restituir el normal tránsito ferroviario.
Un día de lluvia fue el peor día de su vida.
- ¡Mis heridas van a estallar! – se quejó Gonçalves cuando vió que sus heridas cosidas estaban muy hinchadas.
Marcella le pasa por ellas una especie de crema para evitar futuras infecciones.
- Nosotros sabemos mucho y de todo en la selva.
Y se oyó el bocinazo de un carguero de ALL.
- ¡Me rajaré para siempre de este asqueroso ambiente selvático! - gritó Gonçalves.
- ¿Y a dónde irás? – preguntó Alvares.
- ¡Lejos de aquí! – gritó Gonçalves.
En un momento que Alvares y su mujer se descuidaron, limpiando la estación, Gonçalves se colgó de un carguero y se fue. Cuando advirtieron su ausencia, pronto supieron que no sobreviviría demasiado.
Como que de hecho fue así: un par de indios shua que estaban cazando vieron como una gigantesca boa constrictora lo asfixió y se lo tragó en una digestión horrible. Y corrieron a la estación.
- Alvares, Alvares – llamaron los shua.
- ¿Qué sucede? – pregunta Alvares.
- Boa se enroscó en cuerpo de Gonçalves y comerlo vivo.
Alvares palideció.
- No poder nacer nada Alvares.
- No se preocupen…
No faltaron los comentarios de la base más próxima que dijeron que los shua habían matado a Gonçalves. Los salvó Alvares.
- Indios ser afortunados en tenerlos a ustedes – dijo el curandero.
- El placer es nuestro compadres – les agradeció Alvares.
Desde que Alvares y su mujer se instalaron en la selva, nunca más volvieron a ver a sus familias. Pero se sienten felices de vivir en ese ambiente. Aparte, llegar allí los ayudó a olvidar el fantasma que vivían en estación Paraná: en todo el pueblo estaban en la mira porque nunca pudieron armar una familia. Marcella sufrió mucho, al igual que Santos. Solo los shua pudieron acertar el motivo: una esterilidad que nadie difunde, pero que aceptan. Por eso aprendieron a mirar la vida de otra forma.
Esa estación selvática tiene un ritmo de vida que puede, para alguien que no le guste vivir con la naturaleza, puede tornarse muy aburrido. Pero hay algo que no existe en otras estaciones ferroviarias: un cementerio. Porque allí, el registro de ferroviarios muertos, es una larga lista. Como el ceremonial a los muertos y vivos anual.