Nota: Toda coincidencia con la realidad es pura casualidad.
2ª Parte
El ingeniero Pettis está comiendo un sándwich de milanesa con mayonesa y tomate. Lo había pedido también con lechuga, pero le dijeron que no había más. La comisaría tercera de Bahía Blanca ya era como su segundo hogar. Iba y venía. Trataba de colaborar con la policía y preguntaba a cada rato si ya había noticias de los ladrones que habían entrado a robar a la playa. A tres cuadras de la comisaría, estaba la capilla. Ahí se metía el ingeniero Pettis y pasaba un buen rato mirando hacia el altar. A veces se encontraba con algún conocido que le daba condolencias, y él agradecía apretando fuertemente la mano que le tendían.
- ¿Y robaron mucho? – le preguntaban.
- Sinceramente, han revuelto todo creyendo que iban a encontrar plata. No sé realmente que se habrán llevado. Pobres muchachos, se habrán resistido. No sé. No sé lo que pudo haber pasado. Yo estaba en el taller ordenando algunas cosas en la oficina y cuando volví al galpón de las locomotoras me encontré con ese cuadro. Fue terrible. La verdad es que no se lo deseo a nadie...
Ahora mordía el sándwich mirando hacia una pared donde había un crucifijo, en el despacho del comisario. Estaba cómodo en su papel. Sentía que lo compadecían y que era el centro de la atención. Todos eran muy amables con él, todo el tiempo. El juez, los secretarios del juzgado, los policías. Después de todo, él era otra víctima del ataque demencial. El sándwich estaba por la mitad cuando Pettis tomó una servilleta de papel para limpiarse delicadamente la comisura de los labios. Se había asegurado de poner un papel de envolver a modo de mantel, para que no quedara una sola miguita sobre el escritorio cuando terminara el almuerzo. Había girado un diario Clarín que estaba mirando hacia el lugar vacío del comisario, y lo hojeaba distraídamente hasta que paró en Deportes. Leyó despacio las noticias sobre Boca, su equipo. Y se llevó el sándwich a la boca otra vez. Fue en ese instante cuando alguien entró velozmente a sus espaldas y le tocó el hombro.
- Ya está, Pedro. Ya lo tengo. No te calentés. Mirá, vamos a hacer lo siguiente...
El subcomisario Juan Alonso hablaba rápido y en confianza. Dio media vuelta al escritorio y se sentó en el sillón del comisario, justo frente a Pettis. Este se quedó en silencio, mirándolo fijo, con el sándwich levantado a la altura de la boca. Pero inmóvil. Iba a decir algo, pero Alonso no le dio tiempo. El subcomisario fue a fondo.
- Mirá, acá está. Ya lo tengo. Lo encontramos – dijo, abriendo una pequeña edición del Código Penal donde había un sobre papel madera como señalador -. Es emoción violenta, ¿entendés? Vos te volviste loco y los mataste por equis motivo, pero sobre todo porque perdiste el control. Te tenían cansado y bueno, no supiste lo que hacías... ¿Fue así no?
Pettis jamás había esperado encontrarse en esa situación. No supo qué decir. No tuvo reacción para poner cara de desconcierto o fingir sorpresa. Solo quedó paralizado. Atontado por un golpe completamente sorpresivo. Cuando se ponía nervioso tartamudeaba.
-¿Te-te-pa-pa-rece? – preguntó.
Todo se desmoronaba.
Diez días después del cuádruple crimen, Alonso supo que había encontrado al asesino.
- Serrucho...
- ¿Qué?
- ¿Vos pensás eso?
- ¿Sobre qué?
- Sobre nuestro laburo. Sobre eso de que la culpa de lo que pasa en el laburo es solo de los giles y todo eso...
- Y... todos tenemos un poco de culpa. El es un tipo perverso. Y nos provoca. Y no se da por aludido, y como que no podemos controlar la situación.
- Lo odio. Yo no sé cómo decírselo.
- El lo sabe, pero nos toma el pelo. Bueno, si el cree que tiene ferroviarios a los cuales bajarles directivas debe darse cuenta de que hace tiempo y espacio que ya no los tiene.
- Yo no quiero que me hable más. Solo le pido que no me dirija más la palabra. Te juro que me habla y tengo que tomar un tranquilizante para no volverme loco. Y él viene y nos habla. Lo hace a propósito. Lo odio, te lo juro...
- ¿Estás bien, Ulises?
- Sí, Serrucho, sí. Solo que no quiero que Pettis vuelva a hablarme.
- No pienses en eso... Ahí viene. Ignoralo. Alcánzame la papeleta de la 5557 y una birome para anotar una cosa.
- ¿Levene? ¿Díaz? Ustedes dos mañana tienen que presentarse urgente a primera hora a la oficina de los ingenieros.
-...
- Levene y Díaz, les estoy hablando.
-...
- ¿Qué piensan hacer los dos en esa actitud?
-...
- Voy a pedir un telegrama de despido para los dos...
Ulises contesta “Andá a limpiar, que los trabajos de orden son los que mejor hacés...”.
Aunque es invierno y todos entran en la sala con camperas gruesas y sacos de todos colores y tamaños, en el recinto hace calor. Hay 17 cámaras de televisión, pero no es la final de un Mundial de fútbol sino el juicio a Pedro Pettis por el asesinato de los ferroviarios.
Entra Pettis. Parece aturdido, pero habla con una tranquilidad pasmosa. Habla Pettis. Dice Pettis: “Ese día se me había puesto en la cabeza que había un problema entre éstos ferroviarios y yo. Esta situación provenía desde hacía aproximadamente dos años, luego de haber ordenado algunas suspensiones en esa playa de Ingeniero White. Esa idea de muerte que se me generó después se fue acrecentando con el tiempo, y realmente se me había hecho una cosa inexorable, inevitable. Es decir, una forma de hacer justicia. Yo no sabía en qué momento iba a hacerlo pero tenía que hacerlo”.
“Aquel domingo entro al cuarto del Personal Autorizado lo más tranquilo. Ellos estaban tomando mate. Pasé y le dije a Levene y a Díaz que mañana fueran urgentemente a primera hora a la oficina de los ingenieros porque había que aclarar algunas cosas. Pero después les digo si ellos iban a persistir en esa actitud hasta que al final les digo que iba a pedir un telegrama de despido. Levene me dice que mejor que vaya a limpiar, que los trabajos de orden son los que mejor me quedan, es para lo que servís. No era la primera vez que me lo decía y me molestó sobremanera. El asunto viene a que todo lo que yo pudiera hacer por el bien de los ferroviarios, ellos lo tomaban a mal. Al contestarme así él, sentí como una especie de rebeldía y entonces le digo: Mañana estás despedido junto con Díaz, Petion y el Paisa. Entonces me fui a limpiar la oficina y para buscar los elementos de limpieza, debía ir a un armario afuera, y cuando abro el armario para sacar los elementos, encuentro la escopeta parada. Sentí como una fuerza que me impulsaba a tomarla...”
Son las tres y cuarto de la tarde y el ingeniero Pettis está en la oficina de los ingenieros. Se sentó en el sillón del escritorio. Se ha quitado los lentes con la mano derecha, y con la izquierda se frota los ojos lentamente. El pulgar dibuja círculos sobre el ojo izquierdo. El índice y el mayor, juntos, frotan el párpado derecho. Tiene un saco grueso, color gris. Manchado de sangre. Igual que el cristal de sus lentes. A los cincuenta años, se siente pleno, vital, casi eufórico. Da un salto y corre hasta el sector del Personal Autorizado. Entra y revuelve todo. Corre hacia la oficina de Provisiones y patea una silla. Y desacomoda las papeletas de las máquinas. Vuelve a pasar por la oficina de los ingenieros, donde había dejado la puerta cerrada, pero ni la toca. Y vuelve a correr hacia el baño. Está agitado. Apoyada sobre el único sillón, en la oficina de Personal Autorizado, había quedado la escopeta. Tuvo la precaución de pararla bien vertical, de modo que solo la culata tuviese punto de contacto con la cuerina, porque los caños aún están calientes y pueden achicharrar el cuero. Toma la escopeta y va hacia el armario de elementos de limpieza pero decide salir por la playa y de ahí, a la calle. Pone el arma en el baúl y el saco a un costado, en el asiento del acompañante. Y acelera lo más tranquilo por la callejuela que bordea la playa hacia Bahía Blanca. En la ruta, ya en las afueras de Bahía Blanca, Pettis se tira a la banquina y baja. Desarma la escopeta en tres partes y las tira separadas sobre un pequeño arroyo que corre por el lugar. Después se va a dar unas vueltas. Al rato vuelve a Bahía Blanca y va a ver a su amigo Manolo Kloosterman, compañero de cuando iba a la facultad y actual colega de trabajo de la misma empresa, quien conocía todos sus problemas y con el que prácticamente no tenía secretos. Manolo Kloosterman también era ingeniero mecánico en FEPSA y, justamente, le había dicho a Pedro que se corrigiera por sus medios porque en cualquier momento podía llegar a suceder algo grave debido a las decisiones polémicas que acostumbra a tomar. Pettis lo vió asomarse al zaguán, con un salto de cama, como quien acaba de levantarse de la siesta.
- Hola, Pedro. Pasá, pasá.
- Ma-Ma-Manolo, oíme. Me-me mandé una cagada.
Los jueces oyen la confesión. Están ante un crimen histórico. Son un tribunal compacto, que generalmente toma decisiones por unanimidad. El punto no es quien es el asesino, sino su estado mental.
Pettis sigue. Despacio, tranquilo, casi monótono. Cuenta todo como quien cuenta una película que lo apasionó: “Sentí como una fuerza que me impulsaba a tomarla. La tomo. Voy hacia la oficina de Personal Autorizado donde estaban Ulises Levene y Juan Carlos Díaz Castex, y ahí disparo. Caen. Cargo la escopeta y vuelvo a disparar contra ellos, en el suelo. Vuelvo a cargar y oigo que del baño sale Mario Petion. Lo veo por la ventana que viene y, cuando está a la altura de la puerta, vuelvo a disparar. Dos veces. Veo a Guillermo, el Paisa, correr desde afuera hacia la oficina y yo lo saco corriendo por el galpón. Me grita “¿Qué hiciste?” y creo que también “Hijo de puta”. Le disparé cuando estuvo a tres metros, yo adentro y él afuera. En ese momento sentí sensación de alivio, de liberación y de que había hecho justicia”.
Pettis fue con su amigo a un bar a tomar un café y después lo regresó a su casa. Entonces tuvo que volver a la playa ferroviaria de Ingeniero White. Entró, prendió las luces de la playa y fue directamente al teléfono. Llamó a la comisaría: “Buenas noches. Llamo de la playa ferroviaria de Ingeniero White. Recién llego para hacer guardia y hay cuatro muertos. Me parece que entraron ladrones...”.
El perito médico Jorge Iter dijo durante el juicio: “Pettis estaba loco antes del crimen, lo estuvo cuando cometió los asesinatos y lo sigue estando ahora”.
En total, cuatro peritos opinaron que estaba loco. Y otros cuatro que no lo estaba. Los primeros dijeron que Pettis sufrió un “delirio reivindicatorio” que le impidió comprender la criminalidad del acto y dirigir sus acciones. Los otros, que los delirantes paranoicos defienden su posición, aun en contra de sus conveniencias “y en este caso se observa una constante anteposición de la propia conveniencia”. Es decir, un vivo. Un actor de antología.
Ésta postura ganó dos a uno entre los jueces del tribunal, y Pettis marchó el 14 de julio del 2005 hacia la cárcel de Bahía Blanca con una condena a perpetua sobre la espalda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario