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jueves, 27 de marzo de 2008

Los cuentos de Bolívar y María Eugenia XCII: Las trastadas del Ingeniero Pettis

Nota: Toda coincidencia con la realidad es pura casualidad.


1ª Parte


Es domingo por la tarde. Es verano y hace calor. En el patio de Ingeniero White no hay nadie. Toda la playa está en silencio completo. Ahora, porque hace seis horas hubo gritos y estampidos. Más gritos. Desgarradores, histéricos, disfónicos. Y más estampidos. Allá, en el galpón de locomotoras, a metros del patio con algunas tolvas cerealeras y dos locomotoras, hay cuatro cadáveres. De cuatro ferroviarios.

- Ulises. Otra vez no encuentro la papeleta de los informes. ¿Dónde lo puso Mario?

- No lo encuentras porque tienes la cabeza en cualquier parte, Serrucho. Está en el escritorio de siempre, en el cajón de abajo, como siempre.

- ¿Hay biromes?

- Sí, azules y negras, por si todo es poco.

- A falta de una... Oye... ¿Sabes qué es de la vida de Mario Petion? Hace tiempo que no toma un respirito...

- Mario anda en el mismo sitio de siempre, en los talleres mecánicos.

- ¿El Paisa viene a prestar servicio?

- Que yo sepa, el Paisa debe prestar servicio junto con Gaby. Por lo que me dijo Gaby hoy temprano, ya tendrían que estar acá...

- ¿Y Pettis?

- ¿Qué?

- ¿Dónde está?

- Por ahí. ¿Desde cuándo te interesa lo que hace?

- Acá está la papeleta. ¿Llevo la 6634, no?

Los policías que llegaron a la playa de Ingeniero White no podían creer lo que veían. Ulises Levene tenía treinta y siete años. Su cuerpo estaba en el cuarto de personal autorizado, boca arriba, con la cabeza apoyada levemente sobre uno de los cajones bajo el escritorio. Tenía el tórax destrozado por un escopetazo en el pecho y otro en el estómago. A su lado, a menos de un metro y medio, estaba su compañero Juan Carlos Díaz Castex, más conocido como “Serrucho”. Serrucho era socio y tenía cuarenta años. Recibió dos escopetazos en el pecho y uno en el cuello. Afuera, en la playa, había quedado el cuerpo de Guillermo. Guillermo, más conocido como Paisa, tenía cuarenta y uno y era conductor. Cayó boca abajo con un tiro en el cuello y otro en el pecho. Detrás de él, caminando hacia el baño estaba Mario Petion. Mario tenía cuarenta y cinco años y era mecánico. Parece que fue el único que creyó al asesino capaz de hacer lo que hacía, porque su instinto lo hizo girar para tratar de escapar. Los dos escopetazos los tenía en la espalda, uno sobre el omóplato. Otro a la altura de la cintura.

A las dos de la madrugada del lunes 29 de diciembre del 2003, los peritos fotógrafos disparaban los flashes una y otra vez. Dos oficiales jovencitos pasaban una brocha con talco por todos lados, buscando las huellas de los ladrones.

En el galpón de las locomotoras, había seis policías más, caminando de una lado a otro. En uno de los cuartos, había papeles y ropas en el suelo. El cajón había quedado de canto, con los papeles desparramados, como si lo hubiesen dado vuelta para buscar algo adentro del escritorio.

En el cuarto donde funciona la oficina de provisiones hubo que apartar una silla de la entrada para poder pasar. Estaba caída, como si la hubiesen revoleado con furia.

- Estaban muy apurados o eran principiantes – dijo el oficial Navarro, caminando con las manos en los bolsillos.

- ¿Principiantes? – preguntó. Astete solo había oído la última palabra.

Navarro se sacó la mano derecha del bolsillo de la campera y señaló un fajo de billetes viejos que había en el cajón del escritorio. Mil quinientos australes. Y estaban a la vista.

- Los chorros revolvieron el cajón pero no se llevaron la guita – dijo Navarro, desganado por la obviedad del comentario.

- Ah – Astete sonrió - ¿Y habrá habido chorros?

Pero la oficina de los ingenieros era el único sector que tenía la puerta cerrada. Sin llave, pero cerrada. La oficina estaba impecable. Cada cosa reposaba en su lugar. Había un olor a perfume en el ambiente. Una mesa larga con sillas y una pizarra.

- Al hombre no le gusta que otros se entrometan en las decisiones – dijo Navarro, acercándose a cada objeto de dicha oficina. Supo que allí trabajaban los ingenieros, porque justamente la pizarra tenía escrituras de planificaciones.

Afuera, entre los policías que iban y venían, andaba un hombre canoso, de lentes. Tenía el ceño fruncido. Pero no de quien estaba preocupado por algo, sino mas bien de quien está pensando. Caminaba silencioso entre todos, mirando los cadáveres de sus compañeros ferroviarios aquí y allá. El era Pedro Pettis. Ingeniero mecánico. Responsable en parte de las decisiones que se toman para ejecutar después por parte de sus compañeros. De los compañeros que acababan de ser asesinados a escopetazos.


- Vamos a matear un poco, Ulises.

- ¿Cuánta azúcar quieres?

- No, está bien así. ¿Mario no viene a tomar mate? Seguro que debe estar arreglando algo.

- No quería tomar, no se siente bien. ¿A qué hora sales Paisa?

- Me parece que hoy vine al divino botón acá, pero no importa porque me voy a ver una expo de motos. De paso aprovecho porque tengo que conseguir algunos repuestos para terminar de montar la mía. ¿Querés venir conmigo, Serrucho?

- No. No quiero estar molestando en un lugar donde todos hablan de una cosa y yo termino mirándolos como canario parado en una vara.

- Dale, boludo. Si querés vení.

- No. Tengo un poco de fiaca. Me parece que después de relevo, me voy a dormir la siesta a mi casa Ulises.

- Ay, Serrucho, dejate de hinchar. Salí a pasear, hacé algo. Date alguna vez algún gusto. ¿No te llamó la chica que habías conocido por correo?

- La verdad que no. Obviamente que la mediré con una vara, porque puede ser algo bueno como una porquería.

La escopeta Víctor Sarrasqueta tiene dos caños y un número grabado en uno de ellos. El 614.602. Se carga con cartuchos Orbea de plástico amarillo, calibre 16. Manolo Kloosterman se la había regalado a su amigo Pettis, el ingeniero introvertido que parecía disfrutar con la caza, en la soledad del campo bahiense, entre pastizales y lagunas, haciendo largas caminatas con botas de goma.

- No hace falta que me trates así Serrucho. Solamente quise ser amable. Además, si nuestro trabajo es la peor pesadilla nosotros no tenemos la culpa. Vos no tenés que pensar que todo es culpa tuya, pensá que el alrededor nuestro está lleno de culpables.

- ¿Ah no? ¿Y cómo sé que si cuando hay problemas uno tras otro no voy a terminar con un castigo o una patada en el culo porque así se les antoja a alguno de los ingenieros o los mismos lustrabotas?

- Ulises, ¿por qué no lo denunciamos a Pettis?

- Es fácil decirlo...

- Escuchame. La cosa no va más y entonces, chau, porque esto un buen día va a reventar, y con todo. ¿Cuál puede ser el problema?

- El problema es que nosotros por empezar, somos sobrevivientes de una era estatal y acá andamos no sé cómo. Pero el tema es complejo, porque si denunciamos las chantajeadas de Pettis, nosotros estamos poniendo en riesgo nuestros puestos de trabajo. Denunciarlo con las pruebas en la mano es simple, lo espinoso es que nosotros mismos estaríamos mordiendo el anzuelo de quien nos da de comer. Y entonces una cosa va llevando a la otra. Y entonces... nada. Acá estamos. Cada uno hace lo que hace y listo. Es grave en cierta medida, pero hay momentos en los cuales hay que mirar a otro lado.

- Pettis ordena, amotina y extermina como si fuese un general de guerra, se mete con nosotros todo el tiempo cuando queremos tener un momento en paz, como si nos provocara. El no se da por aludido que no le damos bola.

- Bueno, ya está. Así son las cosas. ¿Me miras la papeleta de la 5556?

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