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lunes, 16 de junio de 2008

2003 – 5 años de mí – 2008: La vida en Carmen de Patagones

Son las 8 en punto de la mañana cuando el capataz de la cuadrilla pasa asistencia. Nadie falta, están todos presentes. Hasta el jefe abre todos los días la estación para limpiar el andén y después... el trabajo, sí, el trabajo del jefe, el más conocido, cobra color y sentido cuando llega el día viernes, sábado y domingo. Esos días la gente corre a la estación en busca de su boleto, averigua horarios y despacha trenes. ¿Y los demás días? Salvo cuando aparece algún tren de carga, su vida de ferroviario en esa localidad es sumamente aburrida.

Un poco menos aburrida es para la cuadrilla, 15 hombres al mando de un capataz que está a punto de jubilarse. Tratará de estar todo el tiempo posible al servicio de los rieles, pero reconoce que hay que dar un paso al costado. Siempre les promete no dejarlos en la vía muerta. Su sabia mano, esa voz que suena como eco, hace que la cuadrilla capte hasta el último punto y coma de cada orden. Ellos reparan lo que pueden, no tienen la culpa. Hacen lo que pueden, o lo que tienen a mano.

El jefe optó por hacer algo, en la noche: ir al colegio. Es que, como tantos de los que habitan en esa ciudad, no tiene secundario. Recién está en tercer año. Y le restan dos. Entonces, se sabe que el día lo ocupa en las cosas de la escuela.

Ese exiguo movimiento ferroviario acaba a las 16 cuando todos guardan sus herramientas de trabajo y cada uno marcha rumbo a su rancho. Cansado de tanto trabajar. A reencontrarse con sus familias. Para esto, en unas horas más, la noche estará ganando terreno en esa ciudad tan desértica como solitaria, y hasta alguno diría, maldita también en cuestiones del pasado lejano y cercano.

Y las luces se encienden. Muy de madrugada regresa un alguien que nada tiene que ver con los rieles. La oficina está cerrada, pero ella anda como las comadrejas. De día duerme.

Raras veces se la ve. Tiempo después empezamos a saber sobre ella. Algo es algo, porque rompe con la monotonía. En una vivienda de ferroviarios teníamos a Carolina habitando. Nunca supimos los motivos, pero al menos era un buen pasatiempos mirarla. La mirada es lo de menos. Comentar de ella, era algo que estaba a la orden del día.

Ella supo imponerse con su carácter idómito de buena chica, sin gritarnos ni nada. Nos hace comprender las cosas, pero al mismo tiempo nos entiende. Comparte sus mates gustosa y, sueño que duerme ahí, el soñado asado. Se sabe de algunos de los ferroviarios que se han sentado en el andén a tomar cerveza.

También se sabe que más de una vez, en alguna noche libre, sabe pernoctar en el comedor de la oficina. Florio, en varias ocasiones ha sabido estar cenando con compañeros, muy rara vez con alguna amiga pero con Carolina, es un clásico de lujos. Y después cada uno a su casa.

Una noche vino, sin aviso repentino. Se encontró con cuatro ferroviarios desconocidos de Ferrosur.

  • ¿Qué busca?

  • A... a nadie, disculpen – Carolina se retiró. Pero ellos tenían su imagen pegada en sus ojos.

Carolina se retiró a su casa algo asustada. Al día siguiente atajó a Milton antes de que se vaya con la cuadrilla.

  • Milton... anoche me he topado con unos tipos medio raritos...

  • ¿Raritos? Serán los tipos de Ferrosur.

  • Que eran de Ferrosur, es cierto. A lo que voy es que quedaron mirándome de una forma extraña...

  • Todo es posible. Saliendo de tema, entrando en otro, ¿Qué tan ocupada estás?

  • Acabo de perder mi trabajo y ahora ando tratando de buscar otro.

  • Yo tengo algo para que hagas.

  • ¿Contigo?

  • No precisamente... en realidad, en esta playa, los cambios están desperdigados a la vera, es decir, están a orillas de las vías. No hay que mover palancas a la distancia ni nada, sino es ahí, en el lugar. Necesito que hagas de cambista.

  • ¿No hay cambista?

  • Había uno que se lo llevaron los de Tren Patagónico y para los movimientos internos, los hace Florio, pero ahora tiene que operarse de la vesícula, y no puede. Solamente va a hacer lo mínimo y elemental, que es lo de la oficina. Pensamos en hacerte una vaquita...

  • Yo no me llamo signo pesos. Lo hago ad honorem Milton. Amo esto. Lo quiero.

Los sucesivos días a la operación de Florio, muchos se llevaron la sorpresa de saber que tenían una chica haciendo cambios. Nada raro del otro mundo. Lo maligno en su trabajo ad honorem fueron las reiteradas burlas que empezó a recibir por parte de los conductores de Ferrosur.

  • Milton...

  • Me dirás...

  • Deberé renunciar...

  • ¿Cómo?

  • ¿Sabes acaso que soy objeto de burlas constantes?

  • ¿Quién te hace burla, si se puede saber?

  • El personal de conducción de Ferrosur que viene para acá.

  • Ah, los conductores... pero no nos puedes dejar colgados por unos papanatas...

  • Lo siento Milton, pero prefiero mendigar y no soportar más humillación hacia mí.

  • No digas eso porque...

  • Ustedes no tienen la culpa.

  • Nosotros te damos respaldo.

  • No el sindicato ni la empresa.

Un buen día, sucedió que alguien, por osado, quiso pasarse de listo con Carolina. Todo terminó en la comisaría cuando Fiorentino Marcati fue a sacarla del calabozo, después de haber traído el tren desde Bahía.

  • ¿Qué hiciste Carito?

  • El idiota este de Ferrosur me tiró los galgos...

  • Ya entiendo. Que no se diga más. Vamonos de este lugar que me da urticaria...

Florio se operó. Hacía reposo cuando una tarde de lluvia irrumpieron tres ladrones en la oficina. Revolvieron todo, se llevaron unos pocos pesos y el SEREP de Ferrobaires.

Cuando paso todo, Florio vino hasta la oficina y vio que no solo faltaban unos pesos de la caja, sino el SEREP, hasta también se habían tomado el tiempo de arruinar los registros contables. No sabía como reaccionar.

  • No te preocupes Florio, todo estará bien.

Florio no encontraba consuelo. Milton tomo el teléfono y llamo a la policía.

El patrullero tardó varios minutos en venir. Y algún tiempo más en indagar la escena del hurto.

Carolina los miraba. Fiorentino se había metido las manos a los bolsillos. Miraba simplemente. Pero por su cabeza se le cruzaba otra cosa. Espero a que se fuera la policía.

  • Carito...

Carolina guiñó los ojos.

  • Me juego la estación entera que esto...

  • ¿Por qué piensas que no son ladrones comunes?

  • Milton no entendería esta deducción.

  • ¿Piensas que puede el auditor abandonar su oficina...?

  • Mira, conociendo la clase de pirañas existentes en la empresa, todo es posible. Hace un tiempo hubo un expulsado...

  • ¿Ah?

  • A... Avogadro.

  • ¿Un Carlitos Nair?

  • Piraña.

Fiorentino no estaba errado en los pensamientos. Le llevó muy poquito tiempo a la policía descubrir que el robo provenía y moría en las oficinas de Hornos 11. Pero para esto, Florio había sido acusado por la empresa de instigarlo y, por ende, tenía un pie afuera.

  • Tranquilo Ouro, de acá no te vas así – lo consolaba Milton.

  • Me echan de acá y me voy con Judith a Salvador Bahía – decía Florio.

Un buen día, después de tantas idas y vueltas, fueron a investigar las oficinas de Hornos 11. Todo acabó cuando llegaron a la oficina 418 y encontraron todo lo que habían robado de la estación de Patagones. Pero el final no era feliz: Florio estaba en la calle. Estaba juntando sus cosas y armaba sus bolsos. Miraba las fotos. Guardó todo.

A la madrugada de un día jueves emprendió su viaje a Salvador Bahía. Las puertas de la oficina de la estación estaban cerradas. A oscuras. Solitaria. Florio estaba de viaje. Lejos, muy lejos.

Carolina se atrevió a abrir la oficina. Solo estaban los muebles de la oficina, los pocos que habían sobrevivido del robo. Volvió a cerrarla. Quiso saber qué sería de ahora en más. Molestando a unos y a otros, supo que se había ido a Brasil. Entonces, en la avioneta de un estanciero, se fue hasta Salvador Bahía. Molestando a varios más, logró dar con Florio.

  • ¿Por qué te has molestado en venir hasta aquí Caro?

  • Porque Patagones te necesita.

  • Pero yo estoy bien aquí.

  • ¿Y te olvidas de nosotros?

Florio miró el cerro.

  • Caro, mi vida como jefe en Patagones ya es un tiempo pasado. Ahora estoy acá, en Salvador.

  • Viviendo una mejor vida con playa, mar, cerros... calor. Entiendo.

  • Es tu oportunidad: hazte cargo de esa oficina, yo hasta aquí llegué y no quiero saber más nada con los rieles argentinos.

  • ¿Y los brasileros tampoco?

  • Trabajo en una oficina municipal. Pero no te olvides que a ninguno dejo de querer, y tú sabes qué hacer.

Carolina volvió en la misma avioneta a Patagones.

  • Siento que he fracasado Fiorentino – le lloró Carolina.

  • No te humilles de esa suerte – mira el cielo Fiorentino – verás que algo lo va a traer nuevamente a estas tierras desoladas.

Muchas cosas pasaron en los dos años que Florio Ouro Preto residió en Salvador Bahía: Milton se mató en un accidente automovilístico, el capataz de la cuadrilla se jubiló, los trenes, con problemas, siguieron llegando y Carolina hizo frente a la oficina. Al regreso, Florio notó algunos cambios. En especial en la chica.

  • Caro... perdón...

  • Bienvenido.

  • No quiero ver lo que es la oficina...

  • No creas...

  • ¿En serio?

  • Claro. Seguro sabes de los acontecimientos.

  • Si muchacha ojos de papel, hace frío, pero ni lo siento.

Ahí Carolina se levantó los abrigos quedando la polera que delataba su estado.

Lo ojos de Florio se clavaron en la panza abultada.

  • ¿Quién fue? – preguntó imperativamente.

  • Fiorentino Marcati – sonrió ella – Yo no hago cambios por ahora.

  • ¿Desde cuando se interesa tener un muchacho?

  • Desde que decidió cortar con su vida de soltero.

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