2ª parte
Minutos antes de que empezara la melodía, le advertí a mi compañera que no sabía bailar tango.
Volvió a mirarme para indicarme que ella sería mi guía y que yo dejara llevarme. Así de simple.
Empezó la melodía. Dí unos tropezones de entrada y medio mundo advirtió que era un burro. ¿Quién no fue ignorante alguna vez? Mi compañera hizo de cuenta que acá no pasó nada y yo seguí el baile. Mis pies llegó un punto que los enredé que ya no sabía que estaba haciendo, sentí una profunda vergüenza que al acabar la música, salí corriendo hasta el pilar a reflexionar.
Segundos después a mi costado izquierdo estaba ella, mi compañera, para darme consuelo. E indicarme que todos se equivocan alguna vez, hasta los más sabios y experimentados, también tienen sus tropezones. Volvió para insistirme que la acompañara otra vez. Pero me negué rotundamente.
Insistió otra vez y de parte mía partió una segunda negativa.
Pero hubo una tercera insistencia, miré a los demás bailar y después a ella, para decirle que sí.
Volvimos. Esta vez, ella me señaló las maniobras, más allá que lo hacíamos desacompasados con la música. Prefería bailar despacito, pero bien. En mi espalda sentí el tecletear de sus dedos indicando las maniobras, los cortes, que los había, figuras que ignoro y debo aprender, aunque ella me enseñó que en ciertas ocasiones, hay que improvisar para salir del paso. Dejo volar un pie, escoro a estribor, me indica que no separe las piernas más de lo necesario, ella pone los pies con elegancia y yo debo seguir. En un momento me detuve cuando no debía hacerlo, entonces, mi compañera me indicó cuando hacerlo con leve presión con el dedo medio sobre la columna. Como en este caso, yo vuelvo a interpretar el papel de la dama, hasta tanto aprenda, me indica que debo poner la mujer en el punto muerto y quedarme congelado mientras ella hace los firuletes.
Hasta aquí, una pequeña partecita. Pero ya aprenderé algún día. Es un ponerse, nada más.
Me llamo Guillermo. Como soy novato, no me atreví a preguntarle a mi compañera su nombre. Según mi compañera de baile, pocos son los que hablan. Le pedí a mi compañera si aceptaba sentarse a tomar algo. Ella me consintió. Y picamos algo. De paso, conversamos un poquito más a fondo. De fondo teníamos esa música sonando, parejas bailando. No era música de nostalgia. Reímos y sonreímos. Fue entonces cuando ella también se me presentó como María José. Me explicó que de herencia mamó el tango, de sus padres. Que no baila con cualquiera, que este mundo está lleno de personas algo avejentadas y ahí la cosa se pone espesa. Que un buen caballero es raro de conseguirse. Pero que también hay que ser paciente cuando por ahí tu acompañante no sabe a la perfección.
Fue entonces como aprendí a querer el tango. Le agradezco infinitamente a María José, quien con sus dedos me transmitió las claves del movimiento. Me hizo bailar. Un poco mal, pero algo.
No me importa caminar las poquitas cuadras, no me cuesta para nada llegar hasta mi casa. Casi, como una costumbre, empecé a hacerme habitué del lugar y me gastaba la plata del bondi que destinaba para ir a bailar a algún boliche de Laferrere, no me interesa. Algunos fines de semana me enfundo en zapatos, botines, zapatillas, en cualquier calzado, pero por el tango aprendí a reservar los zapatos, ellos se ganaron su espacio en mi vida. Vale la pena. El resto de la semana se me pasa en el laburo, atrás del culo de los trenes. El tango por lo menos me distrae del mundo ferroviario.
Después de ver a María José durante varios fines de semana en el boliche, por esas cosas raras, me la topé en estación González Catán. No era la dama que había conocido bailando tango. Era muy distinta, es más, una típica adolescente, de zapatillas, jean gastado, campera polar... pero ese día se cortó el pelo tipo melena. Se acercó para saludarme. En ese momento le solté si podíamos bailar tango sin necesidad de ir al boliche. Y ella se detuvo a pensar unos segundos para decirme que con gusto me enseñaría unos pasitos y seguir mejorando el baile. En verdad, ella baila muy bien, yo soy el pata dura. Pero es una chica muy linda, un poco rea, pero cuando va al boliche, es una dama con todas las letras.
Ese sábado, lluvioso, esperé a María José en la esquina del boliche. Y salió de adentro. Le pregunté a dónde iríamos y me contestó que a dónde quisiera yo. Entonces me salió decirle que ante la lluvia que caía torrencialmente, lo más cercano era mi casa, además, tenía ganas de que ambos nos distendiésemos.
Juntos hicimos las siete cuadras hasta mi casa. Adentro estaba limpio. Le parecía raro a María José que yo viviese solo y me hiciera las cosas. Después de picar algo ligero y hacer la digestión, ella trajo el secador de piso (No sé porqué no la escoba, los tienen mango ¿no?) del baño y me dijo que debía atarme a sus ordenes. Y obedecí a su mandato. Pues me aclaró posteriormente que no íbamos al boliche así podía perfeccionarme algunos pasos.
María José me miraba mientras yo sonreía a un secador... sí, un miserable secador de piso, él no sentía absolutamente nada pero seguro que para quien tuviera ganas de reír, tranquilamente podría haber sido el hazmerreír. Vuelvo a sonreír con franqueza, de pie, obvio. Al secador lo tenía conmigo, para nada me iba a despechar (María José si tiene ganas sí lo podría hacer). Al final preferí sonreírle a María José, arrimarme a ella.
La ética que impera no nos permitía a ninguno de los dos hacernos los desentendidos. La conduje a un rincón de la habitación para luego llevarla al centro, bien donde pega la luz para dibujar nuestra sombra bailando. María José creo que no tuvo tiempo a soltar palabras puesto que la tomé algo más fuerte para seguir el siguiente compás.
Y cuando la pieza musical acaba, le comento si desea hacer un alto. Ella me comenta que está bien.
Luego me comentaría de todos los que fueron al telo de ese boliche. Yo le contestaría que aún no he debutado y que el tiempo no me apura para nada.
Me mira de arriba hacia abajo para luego pasarme su mano por mi rostro. No pude menos que devolverle la caricia.
Le pedí que por hoy basta de baile, si quería, hagamos otra cosa. Y me propuso ir a dormir.
¿Dormir? Más que sueño, fue el debut en la cama.
Sin noción del tiempo trascurrido, nos dormimos en mi cama.
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