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martes, 10 de junio de 2008

Cuentos de alcoba L: Desvíos

Nota: Fantasía


Hace muchos años, tantos que ni yo los recuerdo, cuando estaba en los Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana, me quedó el gran recuerdo de un colega que actualmente no existe más: Ximo Pardo Tejedor, su nombre de pila, Joaquín. También recuerdo que en ese entonces, aclaro, vivía en España y conducía esos oxidados trenes y tenía el peor ramal de todos, el que ninguno quiere, pero también recuerdo que aprender a conducir fue una carrera meteórica. Lo único que no fue meteórico fue recibirme de ingeniero en Salamanca.

Por otra cosa importante recuerdo mi vida en mi país de origen: tenía trabajo pero los piojos nos llevaban en andas, no solo a mí, sino a mi hermana melliza, Gisela. Es decir, teníamos piojera para dar, prestar y regalar. Menos mal que era la época de las pesetas, lo que sería ahora con el euro instalado...

Con mi hermana pasamos tanta piojera hasta que agarramos los pocos cacharros, con unas pocas pesetas y nos fuimos de viaje.

Buenos Aires digamos que no nos recibió muy bien que digamos. Gisela me acompañó una mañana a Once porque en Ferrocarriles Argentinos era una buena oportunidad de acomodarse, pero a esta altura, era como un chapuzón a la pileta. El taxista que nos llevó a Once nos llevó a dar mil vueltas sin sentido y nos cobró un dineral. Gisela me quería matar. Después de eso, así aprendí a que en Buenos Aires tengo que utilizar el transporte público, porque el argentino es un tipo muy pícaro... y si lo dejas, piola también.

No la pasé de lujos en mis inicios. Mi primer paso fue el trabajo más sucio, que en el taller haciendo mecánica en los vehículos. Pero si quería echar raíces, otra no quedaba. Mientras vivía nadando entre la grasa, mis compañeros me enseñaron que a la vera de la vía hay grandes bellezas. Yo como un tonto no entendía un carajo, hasta que me pasó. Recuerdo que caminaba por la playa y en el galpón de cargas había una chica sentada. La miro y me causó una rara sensación. Pensé en mi bestialidad gallega, porque los argentinos me gastaban por ese lado, que me tenía que ganar esa muchacha. Mis compañeros, guasos por cierto, le empezaron a decir groserías porque se les cantaba la regalada gana. Y ella no supo como reaccionar, hasta que se tapó la cara de vergüenza y ocultaba el llanto. Menos mal que estos boludos se alejaron y le quité las manos de su rostro, pudo decirme que ellos la hacían sentir incómoda. No quería hacerle daño, así que simplemente la invité a tomar algo en la pulpería del pueblo y todo quedó ahí nomás.

Esa noche me fui a dormir con una rara sensación. Tiempo después, recordaré a la hija del comisario. El comisario, un gordito, daba vueltas en el patrullero y ella lo acompañaba. El tipo no sé a qué cuernos se bajó y ella, policía, con su uniforme, hizo una suerte de desfile por esa polvorienta calle de tierra. Pasó por delante de mis narices y no pude no menos que resistirme a enviarle una mirada algo más que común. Ella se detuvo, se acercó como si fuese a esposarme, me llevó contra una pared, me clavó una mirada tierna y complaciente y fue directo, sin palabras, me la mando... y yo le seguí el juego. Recuerdo que con esta chica policía anduvimos un tiempo largo, hasta que me trasladaron. Después comprendí que la estaba amando.

Errante seguía la vía hasta que una prostituta se me vino a cruzar en mi camino. Acá ya fue todo directo, sin palabras de por medio y reconozco que, como es algo del momento, me mandó toda la cordura allá abajo, me hizo sentir un corcel desbocado porque fue más allá, tocó cuanto pudo hasta que finalmente consiguió su propósito, que era mandarme a la cama. Así nomás. Así de simple.

Hasta acá, la había sacado muy barata. Bueno, más me valía que la siguiera sacando barata. Pero llegaron tiempos complicados, los tiempos en los cuales debí dejar mi vida de mecánico y marino, también, para encerrarme otra vez con los papeles y estudiar todo un año para conducir un tren. Me pasé estudiando un año, para reprobar ese maldito examen varias veces, cuatro, creo, más no sé cuántas otras más he reprobado la práctica, pero por cabeza hueca. Bueno, creo que tan hueco no tengo el cerebro porque de lo contrario nunca hubiera sido ingeniero, pero también aprobé la teoría y la práctica... bueno, digamos que a medias porque digo que lo que nunca logré aprobar fue el asunto de las maniobras.

Y después de maquinista, tuve otros amores. Es verdad, a la vera de la vía se encuentran amores y aventuras. La noche me ha sabido traer ciertas sorpresas. No entiendo como hay conductores que las prefieren como Eva en el paraíso, yo no. Pero una vez les dí el batacazo cuando tomé de la mano a una mujer, que me doblaba en edad, la llevé adentro de un galpón de cargas, medio derruido, en plena oscuridad, transamos. Y algo más. Pero a mis compañeros los dejé boquiabiertos con la frase “Me levanté una de 50”. Bien fría y calculadora.

Mi hermana me retaba por mis aventuras a la vera la vía, pero no las podía atajar. Soy hombre y, por ende, hay cosas que me gustan y es común. Como cuando volví loca a una uróloga del barrio porteño de Liniers. Por favor, fue una aventura de largo tiempo. Yo la vi desde la cabina con su guardapolvo blanco, esperando el eléctrico, no sé a donde iría. Quise saber de ella y el de la garita me hizo la gamba. Finalmente la apreté creo que en la calle Carhué al 1200. Y besaba con mucha pasión. Sus manos de doctora sabía muy bien cómo usarlas, pero me dí cuenta que los dos no podíamos andar porque éramos dos mundos distintos. Resultó efectivo: ella se enamoró de un escribano y yo fui una simple aventura.

Ya a esta altura estoy harto de que en cada puerto, un amor. No sé porqué, pero tengo ganas de algo estable. Quiero un amor fijo y estable. Me lo propuse hasta que lo conseguí. No tuve más que llegar a Flores, a un casita de la calle Andrés Lamas, que tenía un semejante a una conejera, vivían por lo menos 20. Me fui de callado la boca, porque me fui con otro compañero, a matear. Y estaba esta morochita, de las dos trencitas, con unos bonitos anteojos. Pensé que no podía tratarla como he sabido tratar a las chicas. Merecía respeto. Mi compañero me dijo en voz baja, al oído que debía invitarla a salir. Y la llevé a dar una vuelta a la manzana. En ese momento tuve que guardar todo lo habitual y mostrar que puedo ser más respetuoso.

Tiempo después volví a la conejera de la calle Andrés Lamas. Me dije “Volví por vos Belén”. Y apareció una morticia vestida toda de negro. Y yo no encajaba mucho, recién regresaba de laburar y ella era una morticia de negro. Fuimos a pasear y detrás de un frondoso árbol, apretamos a más no poder. No andaba un alma en pena en la calle, éramos los únicos perejiles ahí. Pero besábamos tranquilos, despacio, sin prisas, ni pausas. Y así empecé a quererla, a frecuentarla, hasta que un día me la llevé en la cabina de la GT conmigo a Bragado, una noche fría de invierno. Porque no la dejaría ir a un hotel, la llevaría a mi casa. Porque después vino la pasión alocada, una carrera desenfrenada, como un semirrápido, así siguió la historia. Tomé el próximo desvío que pocas veces usé, que fue el más íntimo. De idas y venidas, me la traje a Bragado. Conmigo. Y juntitos seguimos, lo más importante, acabé mi vida inestable.

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