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miércoles, 26 de marzo de 2008

2003 – 5 años de mí – 2008: De tizas y rieles

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**En el Día del Ferroviario**


  • Señor maquinista... necesito saber cómo se llama este continente.

  • ¿Cuál continente?

  • Este.

  • Continente Este.

  • No. Éste donde estamos.

  • Estamos en un cacho de tierra pibe. Además ¿qué importancia tiene saber cómo se llama este pedazo de tierra?

  • Nos lo pidió la seño...

  • ¿La seño?

  • Sí. Nos mandó que averiguásemos cómo se llama el continente que ocupamos acá.

  • ¿Y qué pasaría si no le llevas el deber resuelto?

  • Nos pone un uno.

  • ¿Y un uno también porque a quien le preguntaste no supo decirte dónde estabas parado?

  • A ella no le interesa para nada a quien le preguntamos.

  • Entonces prueba con...

  • ¿El presi sabe?

  • Se supone que sí...

  • ¿Y por qué tú no?

  • Porque soy un burro de dos patas y dos orejas largas hasta el mango.

  • Ya entiendo...

El maquinista no pudo darle la respuesta al chico sobre la pregunta. No por malo. Por no saberlo. Todavía podía sentirse satisfecho de que apenas sabía leer y escribir. Y lo que había aprendido después, fue lo que le enseñó la vida.

La señorita de aquel tercer grado de una escuela rural de Rosario revisó que todos hubieran completado aquel simple deber. Pero encontró uno que no lo hizo, y en el cuaderno había una frase escrita por un adulto, con letra un tanto torpe “Señorita maestra: sepa perdonar a su alumno, pero no hizo su tarea porque a quien le pidió ayuda no sabe absolutamente nada, solo apenas unas cosas, paso a mencionar: leer, escribir y llevar esta mole de acero”. Cerro el cuaderno.

Lo que sucedió después aquel día de clases fue como siempre. A la salida, deseo saber a quien había ido a consultar.

  • Santiago, te voy a hacer unas preguntas.

  • Me dirá seño...

  • Dí... ¿a quién le fuiste a pedir ayuda para resolver la tarea?

  • Al señor que pasa todos los días con el tren por delante de mi casa.

  • ¿Y por qué no a tus padres... o alguna otra persona?

  • No sé. Ellos estaban muy ocupados y no podían ayudarme. Y él estaba libre...

Eva se quedó muda en el escritorio.

Su alumno, Santiago, se despidió y marchó a su casa.

  • ¿Y? ¿Cómo te fue?

  • No dijo nada.

  • Que bueno...

  • Si ¿no? ¿Por qué no vamos a pescar?

  • Vamos...

Ambos fueron a la ribera del Paraná con dos cañas de pescar precarias. Era una hermosa tarde soleada, de un día viernes.

  • Te gusta mucho venir a pescar ¿no?

  • Me olvido de la escuela.

  • ¿La escuela? ¿No aprendes acaso?

  • ¿De qué? Números, letras, geografía, la aburrida historia... Me aburre.

  • No digas eso. Ahora todo te parece una carga, porque tienes pocos años. Que no te pase lo que me pasó a mí.

  • ¿Qué le pasó?

  • Apenas tuve tiempo de aprender a leer y escribir. Lo demás me lo enseñó la vida y la naturaleza, a los tropezones. Todavía no sé cómo completé el primario, pero no hace mucho lo acabé. No tuve tiempo de ir al cole...

  • ¿Y cómo aprendió a manejar?

  • Un poco leyendo y otro poco... no sé. Que no oiga tu maestra lo que dices de la escuela porque...

  • ¿Y qué? Estoy bien lejos de ella.

  • Después no la culpes cuando quieras llegar más lejos. ¿Por qué no me dices qué es lo lindo que tiene estudiar?

  • La seño. Parece una modelito de esas que caminan por esas cosas mostrando todo. Pero con delantal. Tiene pelo de esos así...

  • ¿Rulos?

  • No.

  • ¿Liso?

  • Sí.

  • ¿Cuándo es más linda...?

  • Con los pantalones ajustados... no sé si tiene marido...

  • Supongo que debe haberles contado algo de su vida...

  • Nunca nos cuenta nada de su vida.

  • Que amarga...

  • Al contrario: revisa todo como mamá cuando vigila que hayamos tendido las camas, un poco como el traste. ¿Qué le puedes hacer al respecto?

  • ¿Yo? Pero pibe... qué se yo como es tu maestra.

  • Se llama Eva. Es linda... haga algo...

  • Pensá en tus cosas y no en cosas adultas, ya vas a tener tiempo. Menos mal que estamos lejos de su alcance, si escuchara esta conversación, creo que nos acogota a los dos juntos.

Cada uno se marchó a su casa con los pescados.

Como todos los días, Eva regresó a su casa. A aquella casa que, como varias, está a la vera del terraplén. Convive con el paso de los trenes. Camino a Resistencia. O a Rosario, a Retiro, más lejos.

Eva está en su casa. En el patio, tiene una quinta muy pequeña, de donde obtiene las verduras que convierte en el alimento que lleva a la mesa. Pero para llegar a la ciudad, transita por esa vía tan maltrecha, como angosta, varios kilómetros. Está lejos de la urbe. ¿Lejos? Hasta ahí...

Se siente como si residiera en un pueblo. Pero es zona rural. Cuando la noche cae, a lo lejos, en el horizonte, se ven las luces de la urbe iluminada. Y el paso pesado de los cargueros, que salen como los zorrinos.

Amanece. Un día caluroso de verano. Eva sale a la vía a ver el paisaje. Despacito pasaba una locomotora liviana. Pero quedó a medio camino. El maquinista baja y camina hasta aquella mujer parada a la vera de la vía.

  • ¿Se siente bien?

  • No... tengo calor...

  • ¿Apuro por llegar a destino?

  • Ninguno.

En el patio, Eva lo bañó con la manguera con agua fría. Vestido y todo. Y él sentía por su cuerpo que se refrescaba, que revivía en medio del calor ardiente de la mañana.

  • Disculpe por el despelote que le he hecho en su patio.

  • Está todo bien, aparte, las plantas necesitan un poco de agua que las refresque.

  • Pero si no llueve aquí... ni las plantas quedan en pie, mueren de pie.

  • ¿La máquina también murió?

  • No. Yo la paré. ¿Cómo un acero muere? ¿Qué vida puede tener? ¿Cuál es el sentido de vida que le otorga, según tú?

  • El de toda cosa, cuando cumple su ciclo de vida...

  • Pero el sentido de la vida del hombre es distinto… en cambio, la locomotora es uno quien la provee, es uno quien le da sentido ¿verdad?

  • Cierto.

Aquel 11 de septiembre, el día del Maestro, se decidió que el acto en homenaje a la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, fuera abierto para toda la comunidad educativa. Y allí estuvo. Porque mientras la directora de ese establecimiento leía el discurso, él pensaba en Eva y no quitaba su mirada de ella. Pensó en todo los conocimientos que carga en su haber, los saberes que va repartiendo con su tiza, y él se sentía un poroto. ¿Por qué? Porque el mismo se consideraba un ignorante. Ignorante por donde lo quisieran ver. Distrajo sus pensamientos hasta que ella, con su guardapolvo blanco reluciente, le clavó su mirada.

Menos mal que después de ese par de discursos vino lo mejor: los sociales. Charlas de aquí y de allá. Padres que conversaban de la política y la economía, chicos que correteaban por el patio de la escuela y, no podía faltar éste: el mate. ¿Quién diría que los docentes solo se juntan entre ellos para charlar de las cosas del aula?

  • Disculpe que esté vestido así, no he tenido tiempo de ir a mi casa a vestir mejor.

  • No debes de disculpar, es tu trabajo.

  • Pero para venir a darle su saludo no puedo vestir así, mereces el mayor de los respetos…

  • Me siento conforme con que no me lo falten en la cotidianeidad…

  • En serio señorita: sepa entender lo que intento decir en mi alma de torpe, no he tenido demasiado tiempo de pulirme en la escuela.

  • Pues… muchas gracias. Es muy generoso de parte suya.

Días después Eva y aquel maquinista tuvieron tiempo para compartir más de sus vidas. En ellos había dos extremos distintos: por un lado, un cúmulo de saberes, por el otro, saberes adquiridos por la vida, por el mero intuir. Pero eran felices. Ambos sabían el significado del concepto de felicidad: a donde querían apuntar. A su manera aprendieron a quererse, tal vez un poco ligero, si se lo mira desde un cierto punto de vista.

Sin quererlo, para un día del Ferroviario, fue el día “indicado” en el cual ellos dieron rienda suelta a esa felicidad que tenían atrapada cada uno en su interior: manifestar el amor mutuo a través del agradable intercambio de microbios, así definió alguno por ahí a los besos que se dan en la boca propiamente. Todo eso sucedió ¿cuándo? Un 1º de marzo.

De ese día, para ellos era un clásico encontrarse. Pocos iban a imaginarse que aquel maquinista pudiera alzarse con una maestra más cercana a ser una modelito de pasarela por el físico: flaca, bella, esbelta, un casi 90-60-90. En realidad, sus padres hubieran deseado que juntara dinero más pronto arriba de las pasarelas y no enseñando en las aulas. Y podía torcer su destino cuando conquisto a un rico chacarero… por esas vueltas de la vida, lo dejó. Sin explicaciones. Hasta que alguien logró ganar el corazón por completo.

  • He de confesar que de cuando dejé al chacarero, no hubo nadie que ganara mi corazón.

  • Yo ni siquiera tuve tiempo para buscar una chica. No existe peor cosa para el hombre que las aventuras en el terraplén…

  • ¿Has tenido esa clase de aventuras?

  • De vez en cuando… he tenido necesidad de descargarme y sabes…

  • Entiendo…

  • Y tú debes haber tenido las tuyas, no averiguaré, no por vergüenza, sino porque son cosas tuyas de la alcoba, no nadie para andar indagando.

  • No sé porque siento la necesidad de querer compartir algo con alguien…

  • Le das mucho a los niños. Sos como una madre, pero con delantal blanco.

  • Pero yo también siento. Tengo necesidad de… de darle algo a un par mío.

  • ¿Par? Yo sé que las personas se pueden querer mucho, y que entre ellas hacen algo llamado el amor.

El maquinista llevó a Eva a un hotel transitorio, donde estuvieron unas horas. Lo que hicieron en ese lapso de tiempo fue el amor. Y lo harían tantas veces hasta que un día ella le daría una noticia.

  • Vamos a ser padres.

  • ¿Mamá?

  • Y tú el papá del hijito que llevo en mis entrañas.

  • Eva, no me prives del placer de poder acompañarte, ni tampoco de estar al lado tuyo en el parto.

  • Por supuesto que no.

Eva y el maquinista tuvieron cinco hijos, a saber sus nombres: Jaime, Pablo, Luján, Natalia y Eugenia. Solo se sabe que la menor de todas, Eugenia, era discapacitada mental.

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