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viernes, 28 de marzo de 2008

Cuentos de alcoba III: Con el asesino en las nucas

Nota: Cualquier semejanza con la realidad es pura casualidad


Un día de abril de 1996, Ángel Fiore entró corriendo en la oficina de personal, en Ezeiza, y a los gritos clamó ayuda para controlar a un ex compañero del ferrocarril, Adrián Rocha, quien cargaba con un retiro obligatorio ya hacía casi cuatro años:

- ¡Salvador Dimitre, ya esto está tornándose insostenible! Es imposible pedirle que se controle. Rompe a pedradas todo lo que tiene a su alcance, les da de golpizas a cuanto ferroviario encuentra a su paso... Y... y... y si llego a llamar a la policía, me amenazó con matarme a mí... Los otros días, también amenazó de muerte a mi familia. Ya no sé cómo actuar... Mira, hace un mes había desaparecido un chico que trabaja en Ferrosur ¿No recuerdas? Bueno, ese chico que estaba en la playa de Llavallol, lo mató y me lo contó como si tomara un vaso de agua... Me contó detalle por detalle, que lo degolló, dejando que se desangre, y mientras sucedía eso, dijo que le había arrancado los ojos y después tiró su cuerpo en un arroyo por Temperley...

Salvador Dimitre quedó duro y mudo como una estatua ante el relato de Ángel. Y llamó a la policía.

La policía fue a buscar a Adrián Rocha al humilde rancho de la calle 11 de septiembre 245, donde residía con su familia. Fue detenido. También fue enviado al juez, quien lo dejó en libertad con la promesa de que iniciaría un tratamiento psiquiátrico en Open Door. Así, consiguió regresar a su hogar con su familia.

Inició su tratamiento psiquiátrico pero ni así mejoraba. Al año siguiente, en 1997, fue encerrado en La Plata. Estuvo hasta junio del 2000, pero no sirvió de nada.

Adrián Rocha comenzó a matar y a quemar en un raíd criminal como el ferrocarril jamás lo había visto. Los trenes tampoco estaban pasando por una buena época, ya que salían de una privatización mal realizada, de un reparto desigual de servicios, de trenes clausurados y de algunos sobrevivientes. Muchos ferroviarios lograron pasar el filtro para continuar trabajando, pero otros muchos no, y uno de ellos, era Adrián Rocha, que quedó en la historia criminal ferroviaria.

Rocha entró al ferrocarril en 1975, a la edad de 20 años. Cinco años después, se casó con María Inés Godino, una entrerriana con un primario a medio terminar y un embarazo de ocho meses y medio. Adrián, sin embargo, había concluido el primario y solo había completado el ciclo básico del secundario. En ese entonces, vivían en la localidad de Rufino. El trabajo de Adrián apenas les permitía llegar a fin de mes, pero la tragedia se ensañó con ellos: su hijo primogénito, Luis, murió después que un automovilista lo atropellara mientras jugaba con unos amiguitos en la calle. Tenía solo 4 años.

Después de esa tragedia, los Rocha emigraron hacia Puán. Dos meses después siguieron camino hacia Córdoba. En Córdoba nació Juan María. Allí estuvo cerca de siete años. Con María Inés y un nuevo embarazo, continuó su camino y llegó a Coronel Brandsen, donde nació su hija Natalia Soledad. Corría 1992.

La vida de los Rocha no fue fácil. Poder vivir la última época del proceso militar, las hiperinflación del gobierno de Alfonsín, ayudaba a que la pobreza fuese un enemigo con el cual durmiesen siempre. Adrián tuvo sus desventuras, pero algo ayudaba a empeorar la situación: era alcohólico, pero siempre se las arregló para conservar su trabajo de cuadrillero. Más de una vez, cuando regresaba a su casa del trabajo, tomaba vino y en exceso. Borracho, les propinaba feroces golpizas a María Inés y a sus hijos. Finalmente, sus hijos cansados de la violencia física que les ejercía el padre, emigraron a la casa de sus abuelos maternos, en Villaguay.

En 1992, siendo Natalia una nena de casi tres meses, Adrián fue pasado a disponibilidad en Ferrocarriles Argentinos, en tanto que al mismo tiempo, tuvo su último traslado, el cual correspondió a la localidad de Ezeiza. Esa situación de incertidumbre iba en aumento a medida que corría el tiempo. Finalmente, fue obligado a retirarse con una magra indemnización.

Con esa indemnización logró subsistir haciendo changas. Ya a su edad, no conseguía trabajo en ninguna parte. Hundido en una bronca total, empezó a odiar hasta a sus ex compañeros. En 1993 cometió su primer fechoría: tomó de la mano a un guarda de servicio y lo llevó a un descampado en Tristán Suárez donde comenzó a pegarle en la cabeza con una piedra. Al guarda Horacio Leronés lo salvó los gritos desgarradores que emitió, los mismos vecinos de Tristán Suárez lo llevaron a la comisaría. María Inés debió irlo a buscar y todo quedó como una pelea entre dos personas.

No se sabe qué sucedió durante los tres años que Adrián Rocha estuvo en La Plata, salvo que varias veces quiso fugarse.


En el 2001, año lleno de acontecimientos, en la Argentina y en el mundo. El atentado a las Torres Gemelas en Nueva York, como así también al Pentágono y en el país, los recortes a salarios, el anuncio del Corralito financiero, la caída del gobierno de De la Rua y las trágicas jornadas del 19 y 20 de diciembre. Para muchos, el año 2001 quedó en la memoria como un año marcado a fuego en materia de sucesos históricos, pero también lo seria porque un fantasma dejaba su huella de sangre, en los rieles...

El 25 de enero del 2001 se encontró, en el predio de los talleres en Remedios de Escalada, el cadáver de Alberto Muratore, un cambista de Ferrobaires, golpeado y estrangulado.

A las cuatro de la tarde del 7 de marzo del 2001, un inspector de Trenes de Buenos Aires llamado Franco Aragon, estaba en el andén de la estación Villa Ballester tratando de comunicarse con la oficina en Retiro. De pronto, sin que nadie atinara a darse cuenta cómo, el uniforme de Franco comenzó a arder. Alguien le había tirado un fósforo. A pesar de los gritos del inspector en llamas, y de que algunas personas le tirasen trapos para apagar el fuego, no pudo ser salvado. Franco, con quemaduras múltiples, murió veinticinco días después. La tragedia también se ensañó con un capataz de vía y obra: al ver que su compañero ardía, cruzó las vías corriendo pero murió electrocutado.

El 16 de julio de ese mismo año, Adrián incendió una locomotora ALCO RSD-35 nº 6435 en la playa Alianza, la cual se encontraba en el lugar para maniobras. En septiembre, mientras hacía un trabajo de albañilería en Llavallol, acuchilló a dos mecánicos de la empresa Metropolitano. Dos días después prendió fuego un vagón pullman de la empresa Ferrobaires en el taller Kilo 4, en Gerli. El 8 de noviembre del 2001, entre la multitud de personas en Federico Lacroze, desapareció el motorman de subterráneos, Mario Silva Garcé, quién se hallaba en el hall central de la estación de trenes. Unas horas después, la policía rescató a Mario Silva en el cementerio de la Chacarita. Lo habían maniatado con un piolín. Junto a él, estaba Adrián Rocha: alegó que acababa de descubrir a Mario perdido en el cementerio y estaba desatándolo.

Durante ese mes de noviembre, otros extraños sucesos conmovieron al mundo de los rieles: alguien incendió las oficinas de Ferrovías en la estación Retiro y, también, Fernando Estrella Ramos, un maquinista de esa empresa, fue encerrado y golpeado en el baño de la estación Retiro, pero en la línea San Martín. Un controlador de boletos llegó corriendo para ver qué sucedía y solo avistó a lo lejos al agresor, que huía. Cuatro días después, Emilio Pérez, banderillero en González Catán, sufrió un ataque similar en la garita donde presta servicio. Pero todo se iba a precipitar el día de la tragedia, el día 3 de diciembre del 2001.


Lugares tranquilos en el país los hay, allá, en Pinamar. Esa mañana, su hija Pamela Fernanda Olivera Listorti abrió la puerta de su casa y miró al cielo. Estaba nublado y tormentoso, pero no parecía que fuera a llover. Dirigiéndose a su padre José Gabriel, le dijo:

- Esperame acá, que en un ratito vengo y nos vamos a la playa.

Fue lo último que le dijo. Cuando volvió a verlo, su padre estaba muerto. La tarde del 3 de diciembre José Gabriel fue encontrado entre las dunas en Ostende. Lo habían estrangulado con trece vueltas de un piolín que se le hundió en el cuello. Como no terminaba de morir, el homicida le perforó la sien derecha con un clavo para sujetar el riel al durmiente, el cual golpeó hasta hundirlo lo más posible. Luego tapó el cuerpo con chapas y se fue tranquilamente a visitar a unos ex compañeros a la estación de trenes de Pinamar.

El horroroso crimen de José Gabriel Olivera Listorti hizo explotar a los ferroviarios. El rancho de la calle 11 de septiembre 245, en el que vivían los Rocha, se colmó de ferroviarios indignados. Según las crónicas de los diarios, la policía sabía perfectamente quién era el asesino: sospechaban hacía tiempo de Rocha, aunque no tenían pruebas suficientes. Quizá no se animaban a proclamar que una persona tuviese tanta bronca hacia sus ex compañeros de trabajo.

Durante la reconstrucción del crimen de José Gabriel, Rocha fue visto entre el gentío que llenaba las dunas de la playa de Ostende. También fue al velorio, y hasta algunos de sus ex compañeros dijeron que se mostró compungido al acercarse al féretro y tocar la cabeza con mano trémula. Se sabe que compró un ejemplar del diario Clarín y leyó la crónica de los hechos. Luego recortó la noticia y se la guardó.

Los vecinos y ex compañeros que declararon ante la policía coincidieron: poco antes del hecho, habían visto pasar a José Gabriel junto a Rocha. Adrián Rocha fue detenido el 5 de diciembre en su casa de Ezeiza.


El proceso a Adrián Rocha se prolongó por dos años, durante los cuales Rocha fue recluido en el penal de Olmos. Los psiquiatras forenses concurrían para examinar al reo y comprobar como era aquel ser al cual la prensa lo calificaba de asesino rielero. Muchos llegaron hasta a pedir que fuese condenado a muerte, pero no puede aplicarse por no estar disponible en el Código Penal Argentino y por hallarse prohibida por la misma Constitución Nacional.

Rocha fue procesado por tres homicidios – Alberto Muratore, Franco Aragón y José Gabriel Olivera Listorti – y once agresiones. ¿Cometió otros crímenes? El proceso nunca lo esclareció. Se dijo con insistencia que Rocha había matado a otros ferroviarios más, por ejemplo, un playero de Llavallol, de la empresa Ferrosur, quién nunca apareció ni vivo ni muerto, a pesar de haber contado el crimen a un tercero. También a Rodolfo Salinas, que sin embargo, no figura en el expediente penal.

Fue condenado en el año 2004 a la pena de reclusión perpétua. El juez lo envió a la prisión de Batán, en Mar del Plata. Allí solamente pasó un tiempo, hasta que un 4 de febrero del 2005, el mismo decidió poner punto final: clavó un puñal en el pecho. Muchos ferroviarios sintieron el alivio de saber que uno de sus ex compañeros, Adrián Rocha, había dejado de existir.

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