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martes, 10 de noviembre de 2009

Café Ferroviario II: Oleada

La madrugada del lunes nos levantamos los dos. Yo acompañaría a Agustina a la estación Villa María a tomar el tren a Retiro. Solo eran unos días y eso me tenía tranquilo. La ayudé con los bolsos, eran como tres. Para que viajara más cómoda le saqué un boleto en clase pullman, ni siquiera había para que fuera en el camarote.

Mientras fuimos en el remis hasta la estación, ella me daba varios encargues: que le pague la luz, el gas, el agua, que le riegue las plantas, que le limpie la casa, que me quede alguna noche, que me conecte con la computadora (Y yo apenas sabía cómo encenderla y apagarla). Yo la tranquilizaba diciéndole “No te preocupes cariño, todo va a estar bien a tú regreso”.

Llegamos a la estación y descargamos los bolsos. El tren, como era de suponer, traía una buena demora. Creo que eran como las 4.33 de la madrugada cuando apareció. Solo tuve tiempo para darle un besos de despedida, alcanzarle los bultos en la puerta, verla desaparecer para luego volver a verla por las ventanilla del vagón que se acomodaba en su asiento. Apenas se sentó cuando me dirigió su mirada como queriendo llorar……. Cosas del laburo dicen ¿no? Y el maquinista hizo sonar la bocina cuando el convoy se puso en marcha. Apenas le agité mi mano para terminar de despedirla.

Yo me quedé ahí en la casilla de maquinistas si dentro de tres horas tenía que entrar a laburar. Me acosté a dormir hasta las 7 que supuestamente vendría un tren camino a, ya ni sé qué estación.

Me levanté como si me hubieran agarrado entre una veintena de tipos y me hubieran dado una paliza de aquellas. Por suerte, el tren no vino nunca. Tuve tiempo de tomar el desayuno y, justo a la llegada de un compañero mío, preguntarle cómo se usa eso llamado “chat”.

Muy amable y paciente, como buen experto de usar computadoras, me dijo que el “chat”, como lo llamo entre comillas, es un programa de conversación escrito. En vez de hablar por teléfono y gastar plata y plata, conversas todo el tiempo que se te ocurra. Después de todo, no estaba nada malo, por lo económico, creo que cualquier día le pego un voleo al teléfono, y de paso me saco de encima un gasto inútil.

Luego me preguntaría el motivo. Solo atiné a decir que fue mi novia.

Él me dirá que no sea tonto, que hasta entre compañeros de laburo se puede conversar. Y mandar chistes y varias yerbas. En vez de gastar 75 centavos en un correo, mandas cartas de hojas y hojas con todo lo que quieras, llámese: fotos, videos, bla, bla. Para mí, increíble. Para él, no.

En la noche, me fui a la casa de Agustina a dormir. Y me senté en su computadora. Antes de encenderla me hice la señal de la cruz y bueno, por lo menos, no pasó nada. En su escritorio, me dejó varias hojas para leer, tipo machete si tenía problemas.

Tocando y tocando, logré dar con ese programa que ella joroba. Después de todo, estaba divertido el asuntito. No sé qué hora era hasta que le dije que me tenía que ir a dormir, que debía laburar.

Los restantes días pasaron sin pena ni gloria. Claro, cuando a algún indeseable de NCA se le antojó mandar una suspensión masiva.

Y ahí empezó mi hecatombe.

Solo sé que iba a laburar de muy mal humor. Y cuando me pongo de mal humor, no me aguanta nadie, ni yo mismo me aguanto.

Hasta ligaba Agustina mi humor. Y, por una supuesta lógica, se enojó.

Varios días después, el jefe de la estación Villa María se comió un par de piñas. Después me dí cuenta que no tenía la culpa.

Fue entonces cuando me senté a tomar un café con leche en la casilla de maquinistas en Villa María y se me vino encima una catarata de recuerdos. Que el laburo era lo de menos si debía comparar la amistad con una persona. Miro el celular y veo que al día siguiente ella volvería a Villa María.

Esa noche, cuando fui a su casa a dormir, le lavé algunas ropas que habían quedado dando vueltas y, a muy altas horas, me senté en su computadora para mandarle un mensaje. Pensaba solamente que espero que lo pudiera leer a tiempo. Y me fui a dormir algo intranquilo.

Al día siguiente, por lo menos me sentía tranquilo de poder tenerlo libre. Descansado, me fui pata por cuadra a la estación. En un rato llegó el tren a la estación y yo miraba el tumulto de pasajeros que bajaban. Yo pensé que entre ellos estaba Agustina hasta que después de varios minutos, no estaba. Me dio una desazón cuando escuché la bocina del tren y siguió camino a Córdoba. Volví a mi casa amargado.

Pensé que el martes volvía. Y a la misma hora, estuve en la estación y no vino. Volví a repetir lo mismo el sábado.

Hasta que el martes volví a la estación. Me extrañaba que ella no cumpliera con la promesa, porque siempre cumple, pero a lo mejor seguía enojada. Ese día, el tren llegó puntual. De entre el tumulto, el guardatren se acerca y me entrega una urnita. La abro y contiene cenizas. Quise saber qué pasó y me dio la hoja de periódico sobre lo sucedido. Lo abrí y el titular hablaba del accidente, del avión que no logró despegar. Con el andén solitario, cabeza baja, marché, como los barcos que navegan a la deriva, sin rumbo a cualquier parte.

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