Juan Karpik camina por los pasillos del cementerio marplatense. Lleva una flor en su mano izquierda. Sin prisas, ni pausas, busca la tumba de Rosendo.
Tras dar unas cuantas vueltas, llega a la tumba. Se sienta en el suelo y, con la flor en mano, detiene su mirada en la placa que lleva su nombre.
Después de un largo rato de estar sentado, deja la flor, se levanta y se va.
Caminando, como quien da un paseo, Juan llega al taller. Da una vuelta y se encuentra con Alejo, que hace una reparación menor en una locomotora.
¿Qué haces a estas horas trabajando solo? – le preguntó extrañado Juan a Alejo.
Juan... si esto no lo soluciono, me temo que pocos tiros más y nos quedamos en pampa y la vía – le contestó Alejo.
Pero hoy es domingo... aparte... todo el mundo está de franco – le dice Juan.
Bien lo dijiste. Pero todo el mundo, como dices, no haces de todos un mecánico competente – dice Alejo.
¿Será que cada vez la calidad del personal de mecánica es de décima? – pregunta Juan.
Juan... sé sincero. Vos que estuviste de mecánico... ¿qué tal funcionaban las cosas? – pregunta Alejo.
Alejo y Juan salen al patio. Se sientan en un banco que está bajo un árbol.
En mi época... – rememora Juan – bueno, también he de contar que en ese entonces estaba Rosendo...
¿Quién es Rosendo? – pregunta Alejo.
Rosendo era mi hermano... los dos éramos mecánicos, nada más que él siempre se destacó más que yo. Él siempre tenía la solución a todos los problemas... era un manual de mecánica ambulante... – recuerda Juan.
¿Y vos? – pregunta Alejo.
¿Yo? Nunca fui un ferroviario destacado. Jamás fui un mecánico de primera. Seguro que alguien tenía un problema y yo tenía que revolver media docena de manuales para encontrar la solución, hasta la más mínima estupidez – cuenta Juan.
¿Te sentís fracasado por no haberte destacado al mismo nivel que tu hermano? – pregunta Alejo.
¿Fracasado? No. Prefiero ser así, como soy. Mi hermano todo lo bueno que tenía en el trabajo, de las vías para afuera era una cosa totalmente distinta... – cuenta Juan.
¿Y qué ejemplo puedo copiar para ser de primera? – pregunta Alejo.
Te voy a contar... – rememora Juan – Mi hermano y yo, los dos estudiamos en colegios industriales de acá, de Mar del Plata. Los dos entramos juntos a trabajar, en los mismos puestos. Empezamos haciendo tareas de limpieza y acarreo general, luego nos tocó el turno de trabajar en el taller. Nunca faltaban vehículos para reparar, pero no siempre las reparaciones eran sencillas y el trabajo se volvía complicado...
¿Siempre sintieron que su trabajo era este? – pregunta Alejo.
Si lo nuestro eran los rieles... Mmmm, no sé, en el caso de mi hermano fue un laburo que le vino anillo al dedo, sino hubiera terminado trabajando en el puerto a cambio de unos miserables centavos. Yo nunca me mostré entusiasta de laburar al servicio de los rieles... pasa que siempre soñé con ser biólogo marino... es algo que si en su momento no lo hice, ahora mucho menos lo voy a hacer... yo estoy acá porque estoy y punto – cuenta Juan.
¿Biólogo marino? Cuando vieran que tu título es de escuela industrial... – dice Alejo.
Ojo que a mí las cosas de mecánica me hacían la vida imposible... siempre me las arreglé para ir zafando. Mira, lo máximo que he llegado a hacer es ratearme de la escuela, irme al puerto y embarcarme con los buzos... nada más agradable había que salir a altamar a explorar la biología marina – cuenta Juan.
Bueno... de la escuela... – dice Alejo.
Bah, hasta me hice la rata del trabajo. Me escapé antes de hora porque en tal hora zarpaban del puerto para hacer buceo. Esa me costó carísima, pero cuando pienso el beneficio, sé que valió la pena – cuenta Juan.
¿Irte de los fierros para bucear? – pregunta Alejo.
Sí. Me salió carísima porque me ausenté sin previo aviso, aparte, le había dicho a otro mecánico, que ahora está jubilado, que me iba hasta el puerto, él me dijo que me hacía la pata y que mi hermano no se daría cuenta. Mi hermano era todo oídos, en sus orejas resonaba la camerata Bariloche, al parecer, mi hermano había escuchado y pidió una suspensión por un año sin goce de sueldo – cuenta Juan.
Que raro que no te enjaularon... – dice Alejo.
Originalmente había pedido que me arrestaran, pero después cambiaron por esto. Igualmente, fue muy duro porque tuve que trabajar 365 días sin ver ningún peso en mis manos – cuenta Juan.
¿Qué pensaba tu hermano? ¿Cómo sobreviviste ese año? – pregunta Alejo.
Mi hermano no decía mucho, bah, sí se mofaba porque él en un corto período de trabajo había ascendido. Entonces era como que ese puesto de ascenso le permitía mofarse de mí, pero la indiferencia me ayudo mucho. Ese año sobreviví trabajando en las horas libres pelando pescado en el puerto. Más de una vez venía con los dedos cortados porque me había hecho algún corte con algún cuchillo, dolores en los dedos, en las muñecas... en todo el cuerpo. Ese fue el peor año que tuve, dormía muy mal y a la larga fui pagando las consecuencias hasta que por suerte, pude volver a la normalidad – cuenta Juan.
¿Cómo fue trabajar en esas condiciones? – pregunta Alejo.
Mirá... ya a lo último me sentía muy adolorido, pero no podía pedir licencia por estar suspendido, así que no quedó otra que resistir. Eso sí, ni bien acabó la suspensión, pedí urgente una licencia porque mi cuerpo no podía más... – cuenta Juan.
Pero volviendo... Rosendo ¿era el maestro de mecánica dedicado a los demás o...? – pregunta Alejo.
Profesionalmente, era un mecánico de primera. Pero lamentablemente no era el maestro con el cual muchos hubiesen soñado tener, explicando las cosas con dedicación y cariño. Era típico en él gritar a sus compañeros, inclusive a mí... – cuenta Juan.
¿A vos? Eso que eres el hermano... – dice Alejo.
Sí, me gritaba y en varias ocasiones, no faltaban los insultos... mal, insultaba muy mal. Personalmente sentía profunda vergüenza cuando hacía eso. Es más, uno de mis compañeros me dijo cómo hacía para soportar el carácter podrido de Rosendo, yo dije que sacando paciencia de los talones – cuenta Juan.
¿Qué fue lo peor que viste? – pregunta Alejo.
Al inicio, cuando entramos a trabajar, no todo era así. Si bien teníamos nuestras diferencias, normal, pero esas diferencias se agudizaron a medida que Rosendo fue escalando puestos y yo siempre estaba estático en el mismo lugar. A pesar de las diferencias, aceptaba que mi hermano era mejor mecánico que yo, pero de las vías para afuera, fue un huracán que parecía desatado pero que no tenía final – cuenta Juan.
Pero no me contestaste del todo lo que te pregunté – inquiere Alejo.
Despacio – cuenta Juan – lo primero que recuerdo fue todas las novias que tuvo... fueron tantas, pero tantas que yo ni me inmutaba en llevar la cuenta. Él no hacía asco a nada, le daba lo mismo que le llevara 40 años de diferencia que fuese una adolescente. En eso, me acuerdo que tuvo unas cuatro novias, la más chica tenía 12, cuando me enteré, a mí y a mi esposa Silvana nos agarró un ataque de nervios, porque él era una persona grande y estaba llevando por un mal camino a esa chica... por suerte, duró como un suspiro. Otra novia que tuvo fue una de 25, tenía más clásicos ganados que un Boca – Ríver, esa se encargó de darle para todos los gustos... otra le duró tres días, qué se yo, tuvo un montón, a un par casi más les deja un dolor de cabeza...
Era muy picaflor el hombre – dice Alejo.
Si solo fuese lo de picaflor... también, al mismo tiempo, se ponía en pedo, bebía mucho alcohol, pero sabía cuándo y en qué momento hacerlo. Inicialmente no lo hacía, no sé qué lo llevo a hacer eso, y logré explicar lo de los malos tratos hacia los demás porque si bien no asistía al laburo tomado, sí tenía aliento etílico. Dicho en otras palabras, supo la forma perfecta de ejercer la violencia verbal sobre los demás – cuenta Juan.
Supongo que con la familia no sería igual – dice Alejo.
Rosendo nunca formó familia, cosa que yo sí hice. A pesar de que él nunca formó familia, yo siempre le abrí las puertas de mi casa, él conoció a mi familia, sus sobrinos y su cuñada. Yo sé que nunca fue de lo mejor con ninguno de los míos y eso a ellos los afectaba. Nunca le dio demasiada importancia a sus sobrinos, que eran lo único que tenía, vaya uno saber porqué – cuenta Juan.
Que triste... – dice Alejo.
A veces pienso que la vida para Rosendo era algo muy triste. Lo pienso en el sentido de que nunca pudo llegar a ser lo que quiso, nunca aprovechó los premios que recibía en el trabajo, por eso creo que lo que no pudo ser lo descargó haciendo esa clase de excesos... con las minas y el alcohol... – reflexiona Juan.
¿Qué pasó después? – pregunta Juan.
¿Después? Bueno, Rosendo y yo quedamos trabajando como mecánicos acá, en el taller. Con la era de la Unidad, más de una vez debíamos salir a servicio como mecánicos en los trenes de la costa. Sí recuerdo reiteradas agresiones a los pasajeros, ya sea verbales como físicas – cuenta Juan.
¿Hasta eso? – pregunta Alejo.
Sí. Y siempre intercedía yo para apaciguar las cosas... llegó un punto tal que un día me senté en el restaurante de un plateado a pensar acerca de mi hermano, que si no lo suspendían o no lo echaban, no lo hacían no sé porqué. Pensé “Pucha, nunca fue un santo devoto del alma mía, siempre fue retorcido de carácter pero lo que está haciendo ahora supera todos los límites de lo conocido”, entonces me dije que debía convencerlo de que viera un psicólogo, porque algo no está bien... – cuenta Juan.
Y el final se precipitó... – dice Alejo.
Como dijiste, el final se precipitó. Un día del 2000, recuerdo que había una tormenta que se llovía todo en Mar del Plata. Encima, hacía muchísimo frío, no tenía paraguas ni nada, sacrifiqué de no ir a mi casa con mi familia para ir a ver a Rosendo. Llego hasta donde vivía, golpeo la puerta y nadie responde. Entonces decido llamarlo a los gritos, porque pensé que estaba durmiendo profundamente y no me escuchó. Como no contestaba, recorro el lateral derecho de su casa y veo las ventanas muy cerradas, salvo una que tenía una endija abierta. Para los colmos, seguía lloviendo torrencialmente. Después llego a la parte trasera de la casa y veo que tenía la llave puesta, entonces, usé la técnica de los ladrones: pasar una papel de periódico por debajo de la puerta, luego empujar la llave y hacerla caer sobre el papel, tomar el papel con la llave, traerlo hacia mí, y luego levanté la llave que después pude abrir la puerta... entonces entro, todo mojado, veo las cosas muy ordenadas, luces apagadas, pero solo la del comedor estaba encendida. Cuando llego al comedor, encuentro a Rosendo que había estado comiendo una bolsada de maníes, había tomado tres cervezas y una botella de alcohol puro, todo eso sobre la mesa. Rosendo estaba tirado sobre ella, la bolsa de maníes estaba vacía, las cervezas también y me llamó la atención la botella de alcohol puro, la tomo, huelo y tenía olor a lavandina, me dije “¿Qué hizo este hijo de su madre?”. Me acerqué a Rosendo, lo moví porque creí que estaba redormido del pedo que tenía, pero no lo podía despertar. Entonces se me ocurrió tocarle las manos y las tenía frías, después aproximé un dedo hacia los orificios de la nariz para saber si respiraba y no respiraba. Ahí me dí cuenta que esta muerto... que se había suicidado – recuerda Juan.
Que feo... ¿qué hiciste? – pregunta Alejo.
En ese momento llamé a la policía porque tenían que levantar el cuerpo y hacerle una autopsia, porque no se me iba a ocurrir de qué forma se había suicidado. Cuando le hicieron la autopsia, me dijeron que había consumido los maníes junto con la cerveza, y luego ingirió cloro puro. Tenía altos niveles de alcohol en sangre, además, tenía los órganos vitales arruinados por la gran ingesta de cloro. Yo te juro que me quería matar... me quería matar... – cuenta Juan.
Porque el muerto te quedó a vos – dice Alejo.
Y... sí. Como no contaba con dinero suficiente, pedí un entierro a la municipalidad, le digo a la chica que me atendió en el momento, que si me asignan un cajón de manzanas para Rosendo, es lo mismo, porque igual se pudre y de los gusanos no se va a salvar – cuenta Juan.
La chica debe haberse reído de tu ocurrencia – dice Alejo.
Me dice “Pero Rosendo es un excelente mecánico y vos lo vas a enterrar en un cajón de manzanas...”. Yo le contesto “Sí, claro, porque lo conocías de afuera, pero hay que estar en el pellejo de uno para saber cómo son las personas realmente”. Entonces la chica me dice “En eso, dijo una gran verdad”. Por suerte, cuando me llevan a elegir el cajón, entre los disponibles que tiene la municipalidad, le digo al tipo “Dame el más ordinario, si podés, dame uno del material del de las manzanas”. Y el tipo se mató de risa “Que despedida tiene de la tierra Rosendo...”, me dice. Yo le digo “Le doy la despedida conforme al desempeño ferroviario, en el trato humano con sus compañeros y con los pasajeros”. Y así fue, en el cajón más ordinario, con un miserable pozo en la tierra, metimos los restos de Rosendo, sin velorio ni nada que se le parezca. Una plaquita que lleva su nombre y listo – recuerda Juan.
¿Y después? – pregunta Alejo.
El tiempo pasó, para los rieles, Rosendo fue un gran mecánico y un buen día, le dedicaron una locomotora en su nombre. Yo por lo menos, sigo dando vueltas por la vida, seguí siendo el mismo mecánico de siempre, pero me considero afortunado porque conseguí un ascenso impensado, el de guardatren. Con calma. Con tranquilidad. Sin prisas. Con pausas – termina Juan.
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