Así luce Socompa. Unas cuantas casas al pie de la montaña pero sin dar demasiadas vueltas, todos saben que están en unas de las partes más altas del continente. De las inclemencia climática. Del relieve que juega cada tanto su mala pasada. De quienes viven ahí y… y que seguramente, muy en raras excepciones, cambiarían su lugar de residencia por otro. Federico Mansilla piensa que Socompa, al igual que toda Salta junta, es una provincia llena de soledad, pero que los paisajes desérticos terminan de conferirsela aún más. De aquella vez que revolvió entre las cajas su cuaderno viajero, sabe que las montañas no dan lugar a un pestañeo. Un mal paso y te cuesta demasiado caro. ¿Por qué ellos tienen tan presente Quebrada del Agua? Sencillo: pues tanta belleza esconde su lado oscuro. Así como la nieve invita a esquiar, es una mortal trampa cuando cae en forma de alud sepultando todo a su paso.
Esta vez resulta algo especial este viaje. Podía ser uno más en la larga lista viajera pero lo que viene adelante, llena de lágrimas los ojos y de emoción al alma…
El tren se ha puesto en marcha y ha empezado a reptar, como los animales, las alturas andinas. ¿Cómo es posible imaginar que la mano del hombre hubiese llegado hasta esos sitios, los menos imaginados? Secretos, dicen. No interesa. El Fede Mansilla repta con su tren, un largo convoy sin prisas ni pausas. Bien atento al ambiente. Como cualquier viajero, es posible leer de su mente el mapa topográfico de la zona. Pero ese día había nevado, y con todo. Las vías estaban cubiertas, no solo de nieve, sino sus rieles, congelados. Había una considerable capa de nieve en la vía, pero no era problema, claro, la solución fue ir despacio. Sin ninguna clase de prisa. Marchando. Y que sea lo que Dios quiera…
Bastaron apenas unos cinco minutos para distraer su mente en su esposa Eunice y en Sheila, internamente le preocupó más el estado de Eunice. Su socio pensó que estaba enferma. Federico le diría que no, que está en la dulce espera. Que a esta altura no es muy dulce la espera, pues está en la recta final. No contará, nunca, que su hija mayor, Sheila, se ha encerrado en su mundo desde que supo que Shirley venía en camino. Piensa en cómo encontrar la vuelta al asunto, dificultoso. Entonces sí que es complicada la vida.
Mientras la nieve continúa cayendo, su tren camina. Unos kilómetros más adelante su mente es asaltada nuevamente por Sheila. Que muy poco está comunicándose con ellos y le es preocupante. Arrancarle una palabra puede ser un milagro. Se ha encerrado en el silencio. No niega ni afirma nada. En el silencio. Por eso, se ha mezclado un poco la felicidad con la tristeza. Sheila se duerme en la indiferencia. ¿Cambiará? Por supuesto que sí, máxime ahora que debe cuidar de su madre mientras dure la ausencia de papá.
Nuevamente puso su mente atenta a la nieve que caía. ¿Estará seguro en el tren? Con calefacción, seguro. Entonces, no hay porque pensar que Federico tiene frío. Pero en una parada solitaria, las bajas temperaturas se hicieron sentir. Y con todo. El viento castigaba con fuerza, impiadoso, sobre el rostro descubierto de Federico. La nieve le enfrió rápidamente las manos. Y unos pocos minutos más, a seguir viaje.
Muy lejos estaba de aquella solitaria parada cuando mentalmente es posible perderse sin rumbo a ninguna parte. ¿Pueden los trenes perderse? Grave error, las vías conducen a sus destinos correctos, para eso un ejército de hombres están al servicio de los cambios. Entonces es cuando piensa que los viajes en tren son siempre seguros. Excepto aquella vez que quedó atrapado unos días por un alud de nieve en el Nevado de Acay. Pero bueno, cosas que suceden.
Por allá, en lo más perdido de la cordillera aflora un pueblito. Cuatro casitas y uno piensa cómo hace esta gente para vivir. Y unos metros distantes una nueva parada lo espera. Y se fue derecho al teléfono. Del otro lado de la línea, Sheila le dirá que lo extraña. También oirá una súplica de perdón. Un llanto. Federico tranquilizará a su hija diciéndole que muy pronto estará de vuelta. Y es ahí cuando Sheila le contará cómo hizo su mamá para traer al mundo a Shirley…
Desde el momento que retomó la marcha deseó llegar más rápido que nunca. Su chiquita, ya estaba viendo cómo era el mundo. Quería verla, acariciarla, la bebé… en definitivas, contabilizó unos dos días de viaje. Noches interminables. Nevadas que parecen no tener fin. Un viaje cansador.
Un percance imprevisto vino a suceder en el camino. Un descarrilo. El enojo de Federico se tradujo en su cara. Luego se resignó y pidió ayuda. Un auxilio para llegar pronto a casa. Tan lejos… tan cerca. Cada kilómetro menos era acortar la distancia entre la montaña y la casa. Así fue pasando el resto del viaje hasta destino final. El socio sabía bien en qué pensaba. Lo conoce a fondo. Amigos del trabajo. En el trabajo y en la calle. Hasta que al fin dejó de nevar, salió el sol pero la nieve estaba ahí. Un paisaje de ensueños.
Y por fin el tren ¿aterrizó? en Socompa. Qué felicidad, como reyes salieron ellos de la cabina. Bajo un cielo diáfano y llenos de nieve, por todas partes. Felices de acabar la travesía. En el intercambio de palabras, se sintieron por un momento San Martín atravesando
Caminando por las calles, Federico pensó en lo que su socio le dijo de San Martín y el cruce de los Andes. No estaba nada malo, pues de alguna manera, también trepa por los Andes. Sufriendo percances y todo. Con una simple diferencia: el general lo hizo en vehículos tracción a sangre y él lo hace con los trenes.
Llegó a casa. Sheila lo esperaba en el comedor. Y lo abrazó tan fuerte, que terminó siendo un reencuentro de ausencia por años. Federico lloró. Eunice y Shirley dormían. Esperó a que despertaran. Mientras, Sheila conversó largo y tendido. Pero por sobre todas las cosas, le expresó la felicidad de poder ver a su hermana, previo pedido de perdón por el silencio durante su gestación. Se fueron a la habitación donde dormían las dos. Entonces, Sheila le dijo a su padre que llorara todo lo que quisiera, que no se privara de nada. Cosa que así hizo.
Hasta el próximo viaje. Como siempre, con
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