Nota previa: En el día del ferroviario, opté por escribir esta página a los tranvías, pues ellos también forman parte de este sistema que circula sobre rieles (Aunque otros se hayan empeñado en sepultarlo...............).
Hete aquí que esto no es Buenos Aires, sino Mar del Plata. Como todos los años, con mi amigo Eugenio acostumbrábamos a venir a esta perla atlántica de vacaciones, obvio que con nuestras familias, pero llegó un momento que lo hicimos solos. Claro, cuando veníamos con nuestras familias, íbamos en auto, más de grandes, abandonamos cada uno los autos para pasar a la órbita ferroviaria. ¿Motivo? Varios. Por empezar, el tema plata, pero también descubrimos que era posible viajar en tren, con pocas monedas y, de paso, hacer un buen turismo aventura sin necesidad de contratar una empresa de excursiones.
Así se nos fue nuestra adolescencia de guachos hasta que juntamos unos mangos y vimos la oportunidad de hacer rancho allí. Al principio sobrevivimos trabajando en un restaurante de malas penas, mugriento, asqueroso, puf, en fin. Es un pasado. Hasta que un día Eugenio me llevó, sin darme ninguna clase de explicaciones, a un taller ubicado por la avenida Pedro Luro.
¿Qué iríamos a hacer a un taller? – le pregunté sin entender nada.
¿Ves? ¿ves esos tranvías? Bueno, vamos a la carga, si nos sale, bien, sino, anclaremos en otro sitio – me dijo tajante Eugenio.
Y allí fuimos los dos, sin saber absolutamente nada, hasta que alguien nos dice sin medias tintas – Ustedes dos están anotados para la escuela de conductores
Salimos al tranco normal. Obvio que cuanto crucé la avenida, no dudé en decirle a mi amigo - ¿Estás loco? Rematadamente loco
Eugenio no me hizo caso. Se hizo el sordo.
Por fin llegó ese mes en el cual, supuestamente, debimos asistir a un aula. No distaba menos de ser un aula de escuela secundaria. El que dictaba la teoría obvio que nos trataría de aspirante con el apellido a secas, cosa que me irritaba al mango. Para desgracia, nosotros dos desde la escuela tuvimos una cierta fama de indisciplinados, bueno, éramos terroríficos en la escuela. Pero no menos inteligentes. Un poco vagos, sí.
Otro buen día apareció un instructor, de los tantos a los cuales nunca supimos cómo se llamaban, en grupos de siete nos hacían subir a una plataforma con una serie de controllers en fila, y el instructor, hemos de decir que era un guacho, porque un error y era capaz que te hacía rehacer todo de nuevo. Con una aguja controlaba que los aspirantes marcásemos lo mismo que había indicado él. Eugenio un día marca 6 cuando el instructor dijo que había que marcar 2 y... ¡Para qué les voy a contar! La cara del tipo se puso roja como un tomate, no de vergüenza, sino todo lo contrario. De castigo lo mandó a ensayar durante varios días el marcado de los puntos. Luego le tomó una especie de recuperatorio, demasiado torturador, por fortuna, satisfactorio. Lo que nunca me quedó en claro si ese satisfactorio fue convencido o por mera obligación. Obvio que estaban aquellos que en 24 horas ya tenían devorada la práctica de la manija y, por supuesto, nunca faltaba el traga, como diríamos en nuestra jerga.
La siguiente etapa, a mí me puso los pelos de punta. Me corrió la gota gorda por la espalda derecho al trasero. Ahí tuve que soportar otro instructor, que con cara de perro bolldog, lo apodé inmediatamente López Murphy, al margen, con un coche escuela salimos por las calles marplatenses. Obvio que había que dominar la calle, pero más que dominio, era domar la selva de cemento y acero. No te equivoques hermano porque... bueno, Eugenio no tenía la culpa del choque de un bondi del año de la escarapela contra el coche escuela.
Uy! Creo que alguien se estroló – dijo Eugenio con su buen acento porteño.
Y yo no pude no menos que hacer un comentario – Eso le pasó por ir pajareando...
El instructor casi más me asesina con su mirada. Hice silencio.
Luego supe que nos enviarían, como soldados, nuevamente al taller, pero esta vez a estudiar la mecánica de los coches. Una verdadera jaula montada sobre unos boguies que le había dado
Diré que ese fue un trago muy amargo para mí. Mi amigo Eugenio fue afortunado de aprobar, cosa que no fue igual conmigo.
No importa, hay una segunda oportunidad – me consolaría mientras lloraba. No tenía consuelo.
Pero tenía razón. Tenía una segunda oportunidad. Y reí feliz como un chico cuando supe que salí satisfactorio del curso.
Al momento en que nos asignaron nuestros horarios de servicio, inmediatamente supimos que si antes éramos noctámbulos de la medianoche, ahora sí que directamente íbamos a pernoctar. No al telo, al tranvía. Mientras medio mundo duerme, descansa, o jóvenes como nosotros se la pasan en los boliches bailables hasta las 7 de la mañana mientras nosotros laburamos y cuando el sol sale, nosotros nos vamos a la cama, y vuelta a empezar la rueda.
Nuestras vidas darían un giro de 180º cuando alguien nos estaba más que observando, nos relojeaba, tenía otras intenciones…
Y así fue como enfundados en trajes azules marinos, sin evitar perder nuestras miradas en ellas, Eugenio me confesará de un amor tormentoso. Y yo diré de uno que terminó sin penas ni glorias.
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