Te lleva unos segundos firmar este petitorio

viernes, 1 de agosto de 2008

2003 – 5 años de mí – 2005: Ser cada día mejor...

Hace como veintidós años que vivo solamente con mi padre. Antes que nada, he de aclarar que inicialmente trabajaba junto a él, armando carrocerías, hasta que un buen día, conseguí trabajo en una biblioteca, pero el lugar no interesa. Y ahí es cuando mi vida dio una vuelta de tuercas más. No estoy desconforme por todas las cosas que me han ido pasando a lo largo de la vida: la primera, y la más triste, mi mamá me dejó cuando solo tenía un año y tres meses. Partió para siempre y la conozco en fotos, o lo que me puede contar mi padre. La segunda, aprender a bancarme todas las cargadas en relación a mi nombre, no eran con mala intención, pero como Las Bandana estaban de moda, mi nombre era el blanco perfecto, aunque en realidad todos saben que me llamo Valeria Ottaviano.

Párrafo aparte merece mencionarse mi paso por la secundaria, algo desastroso, una verdadera hecatombe. Porque mi padre me envió directamente al Norberto Piñero pero después me sacó para enviarme al Alejandro Volta y al final terminé creo que en la Confederación Suiza. ¿Por qué tres colegios? Sencillo: En cada escuela técnica se producía el mismo factor: algún año repetía. Y mi viejo estallaba de bronca, los nervios se le iban a la cabeza. En definitivas, tenía 21 cuando llegué a 6º año. Pero reflexionando, llego a la conclusión de que aprendí a hacer algo bueno y muy, muy provechoso.

Mi padre siempre fue un amante a ultranza de los fierros y, no menos podía serlo yo. Con la diferencia que a él le gustan las ruedas del asfalto y, yo salí como “la pata izquierda”: me fui para el lado de los rieles. ¿Qué hicieron? No lo sé, con el estudio que tenía, tranquilamente podía haberme metido a trabajar en el taller de alguna concesionaria, pero poniendo la cabeza en el congelador, preferí hacerme a un costado y ver las cosas desde afuera. Yo sabía porque lo hacía. Porque los rieles son muy lindos, pero no se dan cuenta de lo tan sucios que son.

Y sin quererlo, fui a parar a una biblioteca que da frente a las vías, en el barrio de Villa Urquiza. Es como una sonata escuchar los trenes pasar y pasar, uno tras otro, cuando no rompía la monotonía el paso de algún larga distancia, lo era un traslado o, un carguero que iba a la playa de Colegiales. Yo atiendo la biblioteca pero no uso radio ni aparato de música: los trenes son música para mis oídos. Hasta que de la ventana descubrí que en el paso a nivel que veía, un buen día, apareció una cuadrilla de unos... creo que una veintena de hombres. La gran mayoría vestía de color azul, pero no había casco protector. Obviamente que del segundo piso donde estaba no podía verlos en detalle, por cierto, también me falla la vista, así que...

Al retirarme ese día, crucé ese paso a nivel como de costumbre, y pienso en todo ese ejército que hace falta para mantener un sistema en funcionamiento. Recuerdo que estaban cambiando una catenaria. Pensé que yo también podría haber aportado mi granito de arena pero otras cosas pudieron más en mí y, me autorotulé como desertora.

No sé porque me quedé ahí, parada en el medio de la vía cuando una voz me dijo imperiosamente “¡Señorita! ¡Salga de la vía que viene el tren!”. Corrí porque no era ninguna tonta, no iba a dejar que me pisara. Y en esa maniobra rara, perdí mis lentes. ¿Cuándo los podía encontrar? El tren pasaba y pasaba y pensé que mis lentes ya eran historia, así que no me quedó más remedio que marchar a mi casa y ver por unos nuevos. Sin quererlo, habían sobrevivido al paso de la formación: estaban intactos. ¿Cómo podía ser que un par de lentes no se destruyeran al paso de un tren? Secretos, le dicen. Bueno, no tanto.

Me tomé un bondi rumbo a Retiro y para cuando llegué, mis lentes habían llegado mucho tiempo antes. Accidentalmente, José me entregó los lentes. Intactos. “Perdió los lentes cuando hizo el giro de 90º para salir de la vía corriendo” y me los entregó. Le agradecí y me marché ante su larga mirada. Tuve la sensación que algo se estaba guardando entre manos.

Como que de hecho se lo guardaba. Un buen día, sin que supiera ni nada, llegó hasta la biblioteca. “Hola corazón” – me dijo.

“Hola” – contesté como saludando a uno más.

Tenía la vestimenta de TBA. ¿Pero que haría un obrero de vía y obra a estas horas en una biblioteca?

“¿Buscas algún libro en especial?” – pregunté.

Miró. “No un libro específicamente, sino a tí”.

“¿A mí?” – mis ojos se me pusieron saltones.

“A ti. A nadie más”

“Disculpa, pero has equivocado de persona”

“La dueña de los anteojos ¿no? La misma que casi más comete la imprudencia de dejarse pisar por un tren ¿no?”.

En definitivas, el amigo se las traía entre manos. Y yo buscaba una forma elegante de deshacérmelo.

Por suerte, el amigo se desapareció por un largo tiempo, yo gozaba de la gran tranquilidad de estar sola ni soportar visitas molestas. Y una noche, en un bar, estaba sentada en la barra tomando cerveza. Apareció, pero el muy guacho, me sorprendió por detrás “Hola corazón”.

Sentí un susto interno pero me lo guardé. Me di vuelta y ví que era el mismo. Era como que ya en mi cara se me hacía evidente mi deseo que se fuera. Y pienso que habrá sido eso que al final terminé tomando más de la cuenta. Él sacó tajada, como el mejor.

Como no recuerdo nada, sé que desperté en una cama junto a él. Ida, le dije “¿Qué hago contigo en la cama?”.

Me explicó las cosas que hice. “Te relato lo que has hecho. Como no podías ni contigo misma, te he llevado conmigo hasta acá, en esta cama donde estamos juntos. Tú me empezaste a acariciar y a darme besos. Me pediste un pico y te fuiste de mambo, me mandaste un chupón”.

Lo miré porque no podía explicarme nada de nada de todo lo que acababa de relatar.

Los siguientes días fueron una tormenta que me perseguía hasta que al final, sentí que había torcido mi voluntad. Se ocupó, también, de que me hiciera cargo de aquello que había hecho esa noche.

Como sigue esta historia, es la típica de cualquiera, que a cualquiera le puede suceder. Llegó un punto que me puso muy contenta pensar que estaba noviando con un ferroviario. Hasta que supo que yo amaba los rieles. Pero lo que sigue, era algo que no se me había cruzado por la cabeza: cuando supe que estaba esperando familia, sé que a José lo ví un par de veces más. Y no lo volví a ver durante el tiempo que Carolina estuvo dentro mío. Ni cuando vino al mundo, realmente me sentí tan sola que un hongo en el mundo. Pero me sentía acompañada por mi chiquita, que apenas hacía unas horas estaba afuera. Yo reía feliz. Hasta que volví a casa.

A la vida la miro de otra forma. Pero si hay algo que no puede perderse es esto: la pasión rielera. Así José haya venido solo una vez a verla y después nunca más. No me interesa. Mi vida pasa por dos cosas: Carolina y, por supuesto, los trenes.

No hay comentarios: