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sábado, 17 de abril de 2010

Trenes del Bicentenario: En el norte, bien arriba

Ulises amaba su trabajo de viajero. Su ramal favorito era el C-14, aquel que conecta Socompa con Chile. Le gustaba mucho vagabundear ese desierto paraje mientras llevaba consigo detrás un largo convoy de vagones. Sus ojos parecían mirar absortos la quietud del paisaje, examinar hasta el último detalle y, de vez en cuando, vigilar que su tren, que todo esté bien. Bien sabía que apenas se alejaba un poco las cosas se perdían entre el valle y el vacío. En este momento se estaba sintiendo un insecto.

El viento que castiga afuera es fuerte, pero está acostumbrado. Adentro sabe que la máquina lo cobija mientras todo ande bien. Bien mientras ella no se revele a su naturaleza salvaje y siga obedeciendo los mandatos del conductor. Ulises conoce el viento de la montaña, en las alturas, un cambio climático o una falla técnica es suficiente para que un viaje termine mal.

Todos los que están en el norte conocen el ramal c-14 de memoria. Muchos rehusan hacer ese camino pero no siempre hay escapatoria. Todos recuerdan Ojos del Agua. Todos saben cuán salvaje es la naturaleza. Y uno simplemente es un poroto.

Entre las montañas, ese tren de carga parecía un trencito de juguete serpenteando y trepando las alturas. Repostando agua en algún solitario paraje. O llegando glorioso después de haber cumplido su misión. Pero para el final falta un trecho largo, recién salió de la base.

La luz se apagaba y el lucero de aquella máquina guiaba el tren en el andar. El ruido se perdía en el silencio y la quietud de las montañas. Todo muy quieto, todo muy tranquilo.

La naturaleza es sabia, bien todos lo saben. Saben que a veces los traiciona en pleno viaje y la noche guarda sus cosas. Pero para la sorpresa de Ulises, pasó como una noche más.

El amanecer era un lindo espectáculo ver cómo el sol salía entre las montañas elevándose en medio de ese cielo tan azul, libre de nubes. Simplemente en silencio, que lo único que osaba hacer ruido era el tren que pasaba. Esa gran tranquilidad dejo de ser tan agradable hasta que la tierra se movió. Ulises siguió la marcha y pensó que bajar aún más la velocidad del tren podría ayudar a pasar el mal momento.

La tierra volvió a moverse y esta vez sí que frenó. Frenó para ver cómo las montañas parecían moverse, desde sus cimas caían rocas de tamaños y pesos diversos y la vía, el sendero que guiaba el tren, estaba siendo destruida.

No supo como reaccionar. Simplemente se limitó a mirar absortamente desde la cabina los cinco minutos en los cuales la tierra se movió bruscamente.

Bien sabía que no podía hacer mucho.

Al menos, tomó el teléfono y llamó a la base para pedir auxilio – Por favor, vengan a auxiliarme, hubo un terremoto -.

Y después todo volvió a la normalidad. Los desastres estaban a la vista, pero la vía, era imposible de ser utilizada. No quiso seguir por miedo a caer al barranco.

Por la noche, lo sorprendió otro movimiento de la tierra. Dormía. Pero despertó abruptamente cuando el tren caía al fondo del barranco. Y no más.

Por eso, los compañeros de Ulises tienen el cuenta el diario rutero que alguna vez les escribió:

“Compañeros: la vía es el mayor placer que puede existir en materia de viajes, mientras la parte técnica ande como a uno siempre le gusta. Pero la mayoría de las veces nos olvidamos de la madre naturaleza que en su silencio que nos envuelve para relajarnos en el sueño, nos pone siempre a prueba, a ver cuán preparados estamos. Pero sepan que mientras seamos ferroviarios acá en las montañas, es posible perder la vida en el viaje, y por eso no hay que temer. Solo hay que respetarla. Cada viaje, es una aventura, y finalizarlo, es sentir orgullo y gloria de haber completado algo”.

Después de todo, es cierto ¿verdad?

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