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sábado, 13 de septiembre de 2008

2003 – 5 años de mí – 2008: Conversaciones de acero

Nota: Es un cuento de terror. Están avisados


Érase la tarde del jueves cuando a las oficinas de Plaza Constitución ingresó un memo donde detallaba el resumen de la junta médica donde declaraba al inspector Karpik no apto para las funciones. ¿Causa? Partiendo desde el principio, Karpik sostiene que está cuerdo, y jurará hasta las últimas consecuencias estarlo más que eso, sino cuerdísimo. Pero cuando en más de una ocasión se lo ha visto en ciertas ocasiones, más precisamente, en los talleres conversando con las locomotoras, la cosa si que no marcharía sobre rieles. Pero Karpik seguirá sosteniendo a brazo partido que no está loco. Que está bien. Que está apto para las funciones a las cuales se lo ha designado. Dirá que los médicos no entienden nada, que no entienden el lenguaje de acero.

Y una vez más, lo citarían a una mesa redonda. Karpik sería una suerte de acusado. Por un lado, los médicos y psiquiatras le pondrían las pruebas delante de sus narices. Por el otro, los superiores. En ese momento, por la mente del inspector se le cruzó la música de Alejandro Lerner. Hasta que le harían un fuerte llamado de atención por distracción.

Sin vueltas de ninguna especie, fueron a las pruebas. Y en el audio saltaba la voz del inspector conversando con una locomotora mientras le hacía una verificación técnica.

“¿Aciertas a saber qué me ha sucedido en pleno viaje?”

“Ahorita lo sabremos” – le contestó el inspector mientras el primer lugar donde metió mano fueron los motores.

“Me parece que el problema va más allá de los motores”

“Acá en esto todo es importante. El que revise los vehículos sin ninguna clase de responsabilidad es un negligente”

“¿Crees en la negligencia de los mecánicos?”

“Todo es posible muñeca” – y en ese instante encuentra la falla técnica: problemas en las baterías – “El problema que tienes está en las baterías”

Y su chica de acero respiró aliviada. Pero tranquila de contar de contar con una de las mejores lupas.

Los psiquiatras dirían nuevamente que el inspector Karpik no está cuerdo. Y recurrieron a otra prueba para refutarle las locuras.

“He visto una escena muy triste”

“¿Cuál?” – preguntaría el inspector mientras hacía la clásica verificación técnica.

“Las chicas del Bolívar lloraban lágrimas de sangre”

“Ese ramal siempre emana lágrimas de sangre”

“Ni siquiera por respeto a los muertos”

“Porque a esta altura de las circunstancias, los que pueden buscan sacar tajada para seguir prendidos, sea como sea”

Y cortaron el audio. Los psiquiatras hacían todo lo posible para demostrar que Karpik estaba loco. Hasta que lo consiguieron.

Si los psiquiatras habían puesto en legajo del inspector Karpik que padecía una cierta locura, delirios paranoicos, la tristeza de ese hombre se tradujo en carne y hueso al servicio de sus niñas de acero, y en el fantasma de terror para los compañeros y viajeros.

“Se lo tienen merecidísimo” – le dijo Bragado.

“No es bueno asustar a los viajeros”

“Sí que es bueno. Por culpa de los psiquiatras que te sacaron de funciones”

“Por eso mismo, mis compañeros y viajeros no tienen la culpa”

“Pero eso es lo que consiguieron los psiquiatras” – justifica Bragado.

Los pasajeros nunca lograban comprender cómo aquel inspector le arrancaba las conversaciones a las locomotoras. Más de uno denunciaba que era un loco. Que conversaba con vehículos que no tienen vida. No faltó aquel que quiso acercarse para tocarlo y se le desapareció delante de su vista. Y entonces Bahía, con toda la calma del mundo, le contestó “Por la culpa de ustedes, y de la mitad más uno de sus compañeros, han logrado que el inspector sea un fantasma de terror con el cual deban convivir en todos los viajes a Mar del Plata”. La cara del pasajero se transfiguró en una de terror.

“Cada día luces mejor” – le diría a Maribel mientras hacía unos ajustes en el tanque.

“Eres uno de los pocos que saben apreciar el alma y el espíritu americano”

“Pero a tu melliza hay que darle unos retoques de pintura y… una buena revisión técnica. ¿Sabes que fue de ella?”

“Lo ignoro. Pero supongo que la deben haber llevado a algún taller para ver si no se pudre definitivamente”

Un mecánico oirá la conversación a su paso por el andén 6. Indaga.

“¿Es usted chiflado? Si quiere le consigo un lugar en Open Door” – le diría despectivamente el mecánico.

“No lo requiero amigo” – se defiende Karpik.

“¿Y qué hace entonces conversando con esa locomotora?”

“Estoy haciendo arreglos, no más”

Hasta que Maribel interviene “Y si conversa conmigo ¿qué? Hablamos el mismo idioma. Ahora vé y dile al jefecito que el biólogo está loco”

Karpik solo se limitó a mirar.

Para rematarla, esperaría nuevamente un viaje de miedo y susto para viajeros y compañeros de trabajo.

Al inicio, todo empezaba muy normal.

“Pasajes… pasajes… pasajes” – anunciaba repetitivamente el guarda del 351.

Sin que nadie supiera como, apareció el inspector por detrás del guarda y le picó el boleto. Para cuando el guarda tocó el boleto, el mismo se transformó en una llave cuadrada.

“¿Qué pasa aquí?” – pregunta el guarda con llave en mano.

Como un eco, resonaría la voz del inspector “¿No te dijo acaso Pinamar que este viaje podía ser más tenebroso que lo normal? Si no has prestado atención, ella misma te lo anunció, pero como dijo ella, has osado pasar por encima de mis funciones y gracias a ti, muchos están creídos de que estoy loco desde el momento que varios de los tuyos me vieron conversando con las locomotoras. Permiso” y con su dedo volvió a convertir esa llave en un boleto.

El inspector Karpik cuando traspasó la puerta del salón se desapareció. Para luego volver a aparecer en la cabina y hacer desaparecer a los maquinistas de carne y hueso.

Hasta la fecha, el inspector Karpik sigue declarado no apto para las funciones. Y las locomotoras serán las cómplices número 1 de estas conversaciones de acero, a cambio de una revisión técnica y una buena charla de café.

2003 – 5 años de mí – 2008: El expreso fantasma

Nota: Es un cuento de terror. Están avisados


Aquel frío lunes de agosto era como una noche cualquiera. Muy normal para el inspector Karpik cuando a las 23.46 dio la orden al maquinista de partir con el tren rumbo a Mar del Plata. Aquella partida se demoró más de lo normal cuando al cerrar la puerta del vagón pullman, ese suave cerrar sonó a un fuerte portazo, resonando varias veces en un eco. Pensó que solo sería un portazo y punto.

Para cuando se dio vuelta y seguir camino al sector del salón, a sus espaldas el tubo del lavatorio se cayó. Volvió a darse vuelta y vió el tubo hecho añicos. Miró al techo y vió cables sueltos. Cuestión de reparar la luz y punto, fue el pensamiento, pero luego pensará en quién podría haber metido mano para dejar algún tornillo suelto…

Al llegar a la puerta, giró el picaporte y la misma no se abrió. Lidiaría con ella durante un largo rato, hasta que en el vidrio vería una mano colgada… toda ensangrentada. Gritó hasta donde pudo, pero su grito fue silenciado por una mano que le tapó su boca. Con sus manos intentará quitarse aquella mano que le hacía presión sobre su boca, para evitar que se escuche ese grito. Automáticamente empezó a moverse deliberadamente con todo su cuerpo, así podía conseguir quitarse de encima aquel fantasma que le aullaba en los oídos.

Sin quererlo, se deshizo del fantasma pero su corazón latía a un ritmo galopante. Nunca jamás en su vida de inspector pensó que haría de un viaje a la perla atlántica uno de terror. Miedo. El calificativo que encajaba.

Su mente se transformó en una cruz, pues no sabía qué le podía seguir escondiendo el viaje.

Dejó el vagón pullman y puso sus pies en el clase primera. Ver a los pasajeros durmiendo fue una postal demasiado inocente. Que el vagón estaba apenas iluminado, no sonaba a sorpresa. Pero despertar a uno de esos pasajeros dormidos fue la peor pesadilla porque el boleto que le entregó para picar, automáticamente se convirtió en un vampiro que buscaba chupar sangre. Perdió la picadora mientras que con sus manos se espantaba el vampiro. Pero ese vampiro se multiplicaría en 72 cuando todos esos inocentes pasajeros le ofrecían sus boletos para que se los picara. No pensaba en picar ni nada, pues cuanto boleto tocaba accidentalmente eran vampiros que se venían encima. Hasta que el vampiro 54 se le posaría en el cuello, en especial donde se encuentra la yugular y empezó a succionarle sangre. El inspector Karpik se dio cuenta y más desesperó. Se sacudió hasta terminar en el piso. Pero al final los vampiros lo pudieron más y se le posaron en cuanta parte al expuesto tenía.

Desahuciado, sin fuerzas, llegó hasta el lavatorio. Empezó a llorar. A odiar. A maldecir el viaje. Insultar. Gritar muy, muy fuerte. Hasta quedar afónico.

Juntó fuerzas de donde no tenía y llegó hasta el tercer y último coche: el turista. Se preguntó asimismo si le sería más leve su paso.

Se metió en ese oscuro coche y mala fue su idea de encender la linterna. Alumbró en los asientos y de ellos salieron fantasmas a miles. Lo rodearon. El inspector gritó y retrocedió hasta quedar contra la puerta pero una mano empezó a acariciarlo por todo el cuerpo. Se le coló por debajo de los pantalones y empezó a patalear, saltar, trotar en el lugar. Y los fantasmas se turnaban para aullarle. Hasta que uno de ellos le dio a beber un generoso vaso con bebida. A la simple vista se percibía que era licor. Karpik se negó, pero el fantasma le oprimió las vías respiratorias y él abrió la boca. Junto a ello gritó y allí le mandó el brebaje. Una vez que había ingresado a su boca, se daría cuenta que estaba bebiendo su propia sangre. Entonces sí que nuevamente quiso darse por vencido. Quería llorar y no le salió. Se rindió. Se dio cuenta que este era un viaje infernal. De terror.

Logró correr atravesando el tren hasta el último lavatorio. Se topó con la puerta que comunica con la locomotora. De su bolsillo sacó una llave cuadrada, que al meterla en la cerradura, quedó trabada. Con sus fuerzas quiso girarla pero en su nuca se dio cuenta que le soplaba un aliento. Se dio vuelta y tenía encima al fantasma. Nuevamente, y rápido como un relámpago volvió a darse vuelta para seguir forcejeando con la llave, en tanto que el fantasma seguiría molestándolo. Y lo sería así hasta que tiró una trompada al aire. Se lastimó los dedos de la mano izquierda.

Al final consiguió abrir la puerta. La cerró tan rápido como pudo. Corrió por el bastidor de la locomotora hasta la cabina pensando que ahí podría encontrar un instante de tranquilidad. De seguridad. De calma. Pensamiento erróneo.

Cuando abre la puerta de la cabina y ve al maquinista, piensa en buscar cobijo ahí. En contar su tétrica experiencia. Porque la luz de la luna hace reflejo en el marco metálico de los anteojos. Se acerca para gemir con hilo finito de voz las letras que componen el nombre Manuel y se lleva la desagradable sorpresa de que el maquinista es otro fantasma. Deja el asiento del conductor para arrinconarlo. Karpik estaba harto. Quería matarse. Esquivó el fantasma y corrió a abrir la puerta de la cabina delantera. Salió. Se paró en el borde del bastidor mientras el tren corría. El fantasma le puso ambas manos en los hombros. Era evidente que quería tirarlo a las vías. Y de veras, lo sujetaba bien fuerte.

El inspector Karpik se tomó lo más fuerte que pudo del pasamanos y se tiró para atrás. Dio contra el capot corto. Se incorporó, corriendo se metió en la cabina y se encerró. Apoyó su cuerpo pesadamente contra la pared, se deslizó suavemente hacia el suelo y empezó a llorar. Y lo hacía incontroladamente. No podía más. Por ahí alzó la mirada y vió que el tren no tenía maquinista.

Oyó unos ruidos estruendosos. A cadenas. Corrió a ver y vió que los fantasmas estaban desacoplando los vagones. Volvió a la cabina a buscar una barreta y al regresar, en ese corto lapso, estaban a un paso de desacoplar los vagones de la locomotora. Optó por espantarlos con la barreta, pero desde adentro salieron vampiros a miles. Y otra vez repetía la misma pesadilla de cuando pasó a picar los boletos.

Logró huir de los vampiros y se encerró nuevamente en la cabina. Se sentó en el asiento del conductor, pero al tomar el timón, notó que las palancas se movían por si solas, como si estuviesen haciendo un compás. Luego, en plena marcha, empezó a moverse la palanca inversora. No hallaba forma de volver las palancas a su lugar. Cuando tocó la palanca inversora, se escuchó un ruido a descarga eléctrica. Pensó que la locomotora se había dañado.

Al revisar qué había sucedido, vió que salía humo de los motores. Cuando abre la puerta para ver, ve que solo es humo pero no había fuego. Dirá que la culpa es del burro de arranque y lo vuelve a activar. De atrás, sin que Karpik lo note, un fantasma le inyecta sangre de vampiro por las venas. Lo notará cuando ve la aguja que ya le había atravesado la vena. Ahí cerró la puerta de un portazo. Corrió. Hasta que lo empujaron para hacerlo caer a la vía.

El tren tomó velocidad mientras el inspector se levanta del suelo. Lo corre hasta colgarse del pasamanos del último vagón. Ahí los vampiros aprovechan para seguir succionándole más sangre. Karpik pensó que para contar este cuento de terror, debía juntar fuerzas y resistir.

Como pudo, logró subir. Tomó su teléfono y llamó a Natalia. Fue su pedido desesperado, que cuando el tren llegó a la estación ferroviaria de Mar del Plata, bajó corriendo a buscarla a ella. Pero se daría cuenta de que abrazaba y besaba a un fantasma cuando por detrás apareció la Natalia de verdad.

2003 – 5 años de mí – 2008: De novatos y conductores siglo XXI

Nota previa: En el día del ferroviario, opté por escribir esta página a los tranvías, pues ellos también forman parte de este sistema que circula sobre rieles (Aunque otros se hayan empeñado en sepultarlo...............).

Hete aquí que esto no es Buenos Aires, sino Mar del Plata. Como todos los años, con mi amigo Eugenio acostumbrábamos a venir a esta perla atlántica de vacaciones, obvio que con nuestras familias, pero llegó un momento que lo hicimos solos. Claro, cuando veníamos con nuestras familias, íbamos en auto, más de grandes, abandonamos cada uno los autos para pasar a la órbita ferroviaria. ¿Motivo? Varios. Por empezar, el tema plata, pero también descubrimos que era posible viajar en tren, con pocas monedas y, de paso, hacer un buen turismo aventura sin necesidad de contratar una empresa de excursiones.

Así se nos fue nuestra adolescencia de guachos hasta que juntamos unos mangos y vimos la oportunidad de hacer rancho allí. Al principio sobrevivimos trabajando en un restaurante de malas penas, mugriento, asqueroso, puf, en fin. Es un pasado. Hasta que un día Eugenio me llevó, sin darme ninguna clase de explicaciones, a un taller ubicado por la avenida Pedro Luro.

¿Qué iríamos a hacer a un taller? – le pregunté sin entender nada.

¿Ves? ¿ves esos tranvías? Bueno, vamos a la carga, si nos sale, bien, sino, anclaremos en otro sitio – me dijo tajante Eugenio.

Y allí fuimos los dos, sin saber absolutamente nada, hasta que alguien nos dice sin medias tintas – Ustedes dos están anotados para la escuela de conductores

Salimos al tranco normal. Obvio que cuanto crucé la avenida, no dudé en decirle a mi amigo - ¿Estás loco? Rematadamente loco

Eugenio no me hizo caso. Se hizo el sordo.

Por fin llegó ese mes en el cual, supuestamente, debimos asistir a un aula. No distaba menos de ser un aula de escuela secundaria. El que dictaba la teoría obvio que nos trataría de aspirante con el apellido a secas, cosa que me irritaba al mango. Para desgracia, nosotros dos desde la escuela tuvimos una cierta fama de indisciplinados, bueno, éramos terroríficos en la escuela. Pero no menos inteligentes. Un poco vagos, sí.

Otro buen día apareció un instructor, de los tantos a los cuales nunca supimos cómo se llamaban, en grupos de siete nos hacían subir a una plataforma con una serie de controllers en fila, y el instructor, hemos de decir que era un guacho, porque un error y era capaz que te hacía rehacer todo de nuevo. Con una aguja controlaba que los aspirantes marcásemos lo mismo que había indicado él. Eugenio un día marca 6 cuando el instructor dijo que había que marcar 2 y... ¡Para qué les voy a contar! La cara del tipo se puso roja como un tomate, no de vergüenza, sino todo lo contrario. De castigo lo mandó a ensayar durante varios días el marcado de los puntos. Luego le tomó una especie de recuperatorio, demasiado torturador, por fortuna, satisfactorio. Lo que nunca me quedó en claro si ese satisfactorio fue convencido o por mera obligación. Obvio que estaban aquellos que en 24 horas ya tenían devorada la práctica de la manija y, por supuesto, nunca faltaba el traga, como diríamos en nuestra jerga.

La siguiente etapa, a mí me puso los pelos de punta. Me corrió la gota gorda por la espalda derecho al trasero. Ahí tuve que soportar otro instructor, que con cara de perro bolldog, lo apodé inmediatamente López Murphy, al margen, con un coche escuela salimos por las calles marplatenses. Obvio que había que dominar la calle, pero más que dominio, era domar la selva de cemento y acero. No te equivoques hermano porque... bueno, Eugenio no tenía la culpa del choque de un bondi del año de la escarapela contra el coche escuela.

Uy! Creo que alguien se estroló – dijo Eugenio con su buen acento porteño.

Y yo no pude no menos que hacer un comentario – Eso le pasó por ir pajareando...

El instructor casi más me asesina con su mirada. Hice silencio.

Luego supe que nos enviarían, como soldados, nuevamente al taller, pero esta vez a estudiar la mecánica de los coches. Una verdadera jaula montada sobre unos boguies que le había dado la Unidad vaya uno a saber hace cuanto tiempo... pero así aprendimos a saber la ubicación de los circuitos eléctricos y con mi amigo, aprendimos los circuitos de forma idéntica que los órganos que componen el sistema digestivo. Eso sí, también hubimos de tragarnos el reglamento hasta que llegó la hora indicada. Casi como si fuésemos rumbo a la ejecución, nos examinarían para ver cuánto habíamos aprendido en esos dos meses, o tres si era necesario. En nuestro caso, entre interrupciones, idas y venidas, estuvimos un semestre. No importa.

Diré que ese fue un trago muy amargo para mí. Mi amigo Eugenio fue afortunado de aprobar, cosa que no fue igual conmigo.

No importa, hay una segunda oportunidad – me consolaría mientras lloraba. No tenía consuelo.

Pero tenía razón. Tenía una segunda oportunidad. Y reí feliz como un chico cuando supe que salí satisfactorio del curso.

Al momento en que nos asignaron nuestros horarios de servicio, inmediatamente supimos que si antes éramos noctámbulos de la medianoche, ahora sí que directamente íbamos a pernoctar. No al telo, al tranvía. Mientras medio mundo duerme, descansa, o jóvenes como nosotros se la pasan en los boliches bailables hasta las 7 de la mañana mientras nosotros laburamos y cuando el sol sale, nosotros nos vamos a la cama, y vuelta a empezar la rueda.

Nuestras vidas darían un giro de 180º cuando alguien nos estaba más que observando, nos relojeaba, tenía otras intenciones…

Y así fue como enfundados en trajes azules marinos, sin evitar perder nuestras miradas en ellas, Eugenio me confesará de un amor tormentoso. Y yo diré de uno que terminó sin penas ni glorias.

2003 – 5 años de mí – 2008: Los vivos se te vuelven en sueños

Según Milton, le contó a Manuel Vega Moreno que alguna vez existió un personaje no más detestable llamado Juan Carlos De Marchi. Milton le habla en el pasado, porque el viejo (De Marchi tiene varios años, es un anciano enfermo del corazón) “calandraca” (Así le dicen los que lograron sobrevivir) se especializó en borrar del mapa varias generaciones de jóvenes que constituyen un bache en el mundo del ferrocarril.

Conozco un caso salido de otro planeta – le dijo Milton a Manuel. F. Tron, ese que anduviera alguna vez con un tal Fleitas y un tal Anchepe, ese Tron apareció. Este sí que parecía que durante tantos años se lo había tragado la tierra y de la noche a la mañana, apareció vivito y coleando cuando le tocó el timbre a Fleitas. Esto cuando se supo, más de uno no lo podíamos creer pero dicen que el viejo De Marchi se revolcó en la cama de la bronca.

Mal que le pesara a De Marchi, Tron había vuelto. Dicen las malas lenguas que rondó la media Latinoamérica pero las preguntas que nos hicimos fue: ¿cómo hizo para nadar tanta distancia hasta la ribera? ¿se guardó en la selva? ¿por qué tardó tanto tiempo en volver?

Pero otro día le hicieron una placa en su honor. Y nosotros fuimos, solo para ver qué reacción tenía. Y el muy guacho nos reconoció a todos las caras. Ni siquiera se le cayó de la jeta pedirnos perdón por tanto martirio. Pero esa noche, sería la peor de su vida, creo que hubiése deseado haberse muerto hace tiempo y espacio.

Cuando regresó De Marchi del acto, se tomó unos mates, miró un rato la televisión, se puso el pijama y se fue a la cama. Tras darse vuelta por un rato largo, se durmió profundamente.

Soñó que él estaba enfundado en su uniforme militar, en sus años de trabajo en el ferrocarril, pero sentado y arrinconado.

Por otro lado, un gigante de tres metros y medio de altura, con el uniforme azul de grafa, con anteojos y con una espada luminosa muy larga le apuntaba con su mano derecha directo al corazón. Y él apenas podía defenderse, con sus manos trataba de protegerse de la gran luz que lanzaba la espada, temblaba de miedo.

El gigante era el maquinista Manuel Vega Moreno, quien sostenía una espada luminosa y le hacía presión sobre el pecho, o le tocaba los brazos, o cualquier parte del cuerpo.

De Marchi veía como Vega Moreno descargaba en él toda su ira verbal, guardada por años. Y le hacía la cruz sobre el pecho con la espada, sin lastimarlo.

“Pagarás maldito miserable por todo el daño que has hecho, por las veces que sometido a mi padre a las humillaciones y haberlo tirado al mar vivo a que se muriera ahogado. También pagarás porque a la Bety la metiste en el medio de cosas que nada tenían que ver con su mundo infantil. Por Milton que ya no cree en esta democracia inmunda, por Tron que tuvo el culo a toda prueba de hacer que la tierra se lo tragara para aparecer vivito y coleando por el barrio, después de haberlo tirado en altamar, que puta desgracia para usted ¿No De Marchi? Tal vez desearía verme a mí muerto, yo hubiera deseado moler tu asquerosa humanidad bajo las ruedas de una locomotora pero prefiero hacerte sufrir, penar... o sea, devolverte la misma gentileza, darte al mismo precio que le diste a los demás en algún tiempo. No se oculte De Marchi que por ahora estamos en la Tierra, pero haga de cuenta que soy San Pedro pasándole las facturas, con la diferencia que podría ser San Manuel juzgandote. No sea cagón, usted trataba de cagones a los rasos, pero parece que lo que nunca le dijeron es que por ahí, los rasos se convierten en esos gigantes llenos de maldad ¿no es cierto?”

Y De Marchi suplicaba que Vega Moreno no le atravesara la espada por su cuerpo. Pero Vega Moreno le hacía presión o le tocaba alguna parte del cuerpo con ella.

Y siguió Manuel: “¿Ve esta espada luminosa? No estire la mano, es inútil su esfuerzo, no vaya a ser cosa que quiera condolerse con nosotros para así le tomamos lástima. Todos sabemos que su corazón está mal, yo le aseguro que su diésel no tiene para mucho más. Le queda poco hilo en su carretel. ¿Sabe que Tron pagaría para que lo mataran? ¿Lo sabe o lo ignora?”. Mientras, De Marchi sufría el padecimiento al cual era sometido por parte del gigante.

De Marchi solo pudo decirle: “Por favor, no me mate, sé que cometí muchos errores, pero tenía mis superiores y a ellos me tenía que atar también. Si ellos mandaban tal o cual cosa, yo tenía que obedecer al pie de la letra, no es mi culpa, por favor, no me mate, no me mate por favor...” y tragó saliva.

Manuel miró a De Marchi para luego decirle: “¿Sabe que a mí no me sirven las lágrimas de cocodrilo? Porque lo que usted está haciendo son manotazos de ahogado. Yo en la Tierra, no soy San Manuel, no puedo darte ni una gota de perdón, porque la vida es una, no hay ni dos ni tres, y la terrible fama que te has ganado, lo siento, pero en el otro mundo, supongo, que las vas a pagar. Acá, sí” acabó para atravesarle la espada en medio del pecho. Y De Marchi solo aulló unos minutos hasta quedar tendido delante del gigante.

Muy asustado despertó De Marchi. Su corazón latía muy fuerte, y de los fuertes latidos le agarró un terrible dolor de pecho. Alguien llamó a la ambulancia, que vino hasta el domicilio y llevaron a De Marchi al sanatorio.

Allí lo mandaron a terapia intensiva. Debieron reanimarlo porque había tenido un paro. Cuando volvió en sí, le contó al doctor el sueño que había tenido. Pero a la noche siguiente, su corazón se paró de veras. Y De Marchi, a la muerte, parecía haberla soñado.

2003 – 5 años de mí – 2005: Soledad

Así luce Socompa. Unas cuantas casas al pie de la montaña pero sin dar demasiadas vueltas, todos saben que están en unas de las partes más altas del continente. De las inclemencia climática. Del relieve que juega cada tanto su mala pasada. De quienes viven ahí y… y que seguramente, muy en raras excepciones, cambiarían su lugar de residencia por otro. Federico Mansilla piensa que Socompa, al igual que toda Salta junta, es una provincia llena de soledad, pero que los paisajes desérticos terminan de conferirsela aún más. De aquella vez que revolvió entre las cajas su cuaderno viajero, sabe que las montañas no dan lugar a un pestañeo. Un mal paso y te cuesta demasiado caro. ¿Por qué ellos tienen tan presente Quebrada del Agua? Sencillo: pues tanta belleza esconde su lado oscuro. Así como la nieve invita a esquiar, es una mortal trampa cuando cae en forma de alud sepultando todo a su paso.

Esta vez resulta algo especial este viaje. Podía ser uno más en la larga lista viajera pero lo que viene adelante, llena de lágrimas los ojos y de emoción al alma…

El tren se ha puesto en marcha y ha empezado a reptar, como los animales, las alturas andinas. ¿Cómo es posible imaginar que la mano del hombre hubiese llegado hasta esos sitios, los menos imaginados? Secretos, dicen. No interesa. El Fede Mansilla repta con su tren, un largo convoy sin prisas ni pausas. Bien atento al ambiente. Como cualquier viajero, es posible leer de su mente el mapa topográfico de la zona. Pero ese día había nevado, y con todo. Las vías estaban cubiertas, no solo de nieve, sino sus rieles, congelados. Había una considerable capa de nieve en la vía, pero no era problema, claro, la solución fue ir despacio. Sin ninguna clase de prisa. Marchando. Y que sea lo que Dios quiera…

Bastaron apenas unos cinco minutos para distraer su mente en su esposa Eunice y en Sheila, internamente le preocupó más el estado de Eunice. Su socio pensó que estaba enferma. Federico le diría que no, que está en la dulce espera. Que a esta altura no es muy dulce la espera, pues está en la recta final. No contará, nunca, que su hija mayor, Sheila, se ha encerrado en su mundo desde que supo que Shirley venía en camino. Piensa en cómo encontrar la vuelta al asunto, dificultoso. Entonces sí que es complicada la vida.

Mientras la nieve continúa cayendo, su tren camina. Unos kilómetros más adelante su mente es asaltada nuevamente por Sheila. Que muy poco está comunicándose con ellos y le es preocupante. Arrancarle una palabra puede ser un milagro. Se ha encerrado en el silencio. No niega ni afirma nada. En el silencio. Por eso, se ha mezclado un poco la felicidad con la tristeza. Sheila se duerme en la indiferencia. ¿Cambiará? Por supuesto que sí, máxime ahora que debe cuidar de su madre mientras dure la ausencia de papá.

Nuevamente puso su mente atenta a la nieve que caía. ¿Estará seguro en el tren? Con calefacción, seguro. Entonces, no hay porque pensar que Federico tiene frío. Pero en una parada solitaria, las bajas temperaturas se hicieron sentir. Y con todo. El viento castigaba con fuerza, impiadoso, sobre el rostro descubierto de Federico. La nieve le enfrió rápidamente las manos. Y unos pocos minutos más, a seguir viaje.

Muy lejos estaba de aquella solitaria parada cuando mentalmente es posible perderse sin rumbo a ninguna parte. ¿Pueden los trenes perderse? Grave error, las vías conducen a sus destinos correctos, para eso un ejército de hombres están al servicio de los cambios. Entonces es cuando piensa que los viajes en tren son siempre seguros. Excepto aquella vez que quedó atrapado unos días por un alud de nieve en el Nevado de Acay. Pero bueno, cosas que suceden.

Por allá, en lo más perdido de la cordillera aflora un pueblito. Cuatro casitas y uno piensa cómo hace esta gente para vivir. Y unos metros distantes una nueva parada lo espera. Y se fue derecho al teléfono. Del otro lado de la línea, Sheila le dirá que lo extraña. También oirá una súplica de perdón. Un llanto. Federico tranquilizará a su hija diciéndole que muy pronto estará de vuelta. Y es ahí cuando Sheila le contará cómo hizo su mamá para traer al mundo a Shirley…

Desde el momento que retomó la marcha deseó llegar más rápido que nunca. Su chiquita, ya estaba viendo cómo era el mundo. Quería verla, acariciarla, la bebé… en definitivas, contabilizó unos dos días de viaje. Noches interminables. Nevadas que parecen no tener fin. Un viaje cansador.

Un percance imprevisto vino a suceder en el camino. Un descarrilo. El enojo de Federico se tradujo en su cara. Luego se resignó y pidió ayuda. Un auxilio para llegar pronto a casa. Tan lejos… tan cerca. Cada kilómetro menos era acortar la distancia entre la montaña y la casa. Así fue pasando el resto del viaje hasta destino final. El socio sabía bien en qué pensaba. Lo conoce a fondo. Amigos del trabajo. En el trabajo y en la calle. Hasta que al fin dejó de nevar, salió el sol pero la nieve estaba ahí. Un paisaje de ensueños.

Y por fin el tren ¿aterrizó? en Socompa. Qué felicidad, como reyes salieron ellos de la cabina. Bajo un cielo diáfano y llenos de nieve, por todas partes. Felices de acabar la travesía. En el intercambio de palabras, se sintieron por un momento San Martín atravesando la Cordillera de los Andes un poco a caballo, un poco a mula, en fin, con la diferencia de que lo hacían en tren. Federico le dirá que casi siempre este tipo de travesías es una especie de cruce a la cordillera, pero que están muy lejos de ponerse a la altura de San Martín.

Caminando por las calles, Federico pensó en lo que su socio le dijo de San Martín y el cruce de los Andes. No estaba nada malo, pues de alguna manera, también trepa por los Andes. Sufriendo percances y todo. Con una simple diferencia: el general lo hizo en vehículos tracción a sangre y él lo hace con los trenes.

Llegó a casa. Sheila lo esperaba en el comedor. Y lo abrazó tan fuerte, que terminó siendo un reencuentro de ausencia por años. Federico lloró. Eunice y Shirley dormían. Esperó a que despertaran. Mientras, Sheila conversó largo y tendido. Pero por sobre todas las cosas, le expresó la felicidad de poder ver a su hermana, previo pedido de perdón por el silencio durante su gestación. Se fueron a la habitación donde dormían las dos. Entonces, Sheila le dijo a su padre que llorara todo lo que quisiera, que no se privara de nada. Cosa que así hizo.

Hasta el próximo viaje. Como siempre, con la Soledad a cuestas.