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miércoles, 30 de abril de 2008

2003 – 5 años de mí – 2008: No me dejes Pico mío

Nota: Marcos, tú sabrás entender lo que quiero decir


Agarré mi montura de caballo, ya para eso vendí mi gateado, bonito el cuatro patas, que durante años me llevó de mi casa al laburo, al menos me quedo con la conciencia limpia de que lo tiene un alguien que lo va a querer y cuidar tanto como yo. También metí en mi par de bolsos toda mi ropa, mis papeles y algunas cosas para aseo personal, y los pesos ahorrados. No, ya había regresado de la tierra misionera pero la cosa estaba tan podrida que mi mujer me pegó una patada tan grande en el culo porque… bueno, nos llevábamos como el orto. ¿Pero qué pasó para que llegara a este extremo? Bah, es revolver recuerdos viejos, pero es bueno tratar de entender los motivos, a mi juicio, no van a restaurar lo perdido, pero me sirve para reflexionar el presente. Era grande la chica, morrocotuda, llena de rulos, prolija como ella sola. A decir verdad, la cosa vino mal parida de salida: fue una de mis tantas andanzas del terraplén. Me mandé una soberana cagada y no tuve más remedio que hacerme cargo. Por eso acabé unos varios años junto a ella. Pero no me resigno, porque después de esa cagada, a pesar de que no hubo perdón que valiera, algo bueno hubo y fue ese gran hijo que vino. Después de todo, a mí me hizo feliz. Aunque Marisol (así la llamaré, para preservar su identidad original) no opinaba lo mismo.

Así quiso el Tata, la Pacha Mama y la madre natura que nuestro único hijito lo llamásemos Pepe. Era más conocido por Pepito. Pepito es ahora todo un muchacho, como yo, que trabaja… lo quiero y lo extraño mucho. Es mi hijo.

Creo que tuve demasiada paciencia para soportar durante largos años a Marisol. Más lo hacía por Pepito. Y cuando ví que pudo ganarse sus pesos por sus medios, decidí, con todo el dolor del alma, irme de casa. Bien recuerdo a Pepito cuando casi, en un suplicio, me preguntó qué iba a hacer, si me iba a rodar el planeta entero. En la estación de trenes, me dí vuelta para decirle llorando, a mares “Algo está cambiando en mí”.

Subí a ese tren de pasajeros de Ferrobaires. Me senté en un asiento de primera clase en la ventanilla y miré a mi Pepito. Lo ví que lloraba y yo no era menos. Me vino una catarata de recuerdos… sí, los mejores. Me golpeó la ventanilla y la abrí. Me dijo que volviera, que aunque su vieja no lo quisiera, él siempre lo estaría esperando con los brazos abiertos. El puñal más grande de mi vida.

Cuando sonó la bocina y esa ALCO se puso en marcha, el paisaje empezó a pasar y mi corazón se iba deshaciendo en mil pedazos… me planteaba qué estaba haciendo. Pero no me quedó otra: dejar mi casa e irme a… bueno, tenía boleto a estación Once de Septiembre. Los últimos rayos solares se iban desapareciendo y entre tanta tristeza me dormí. No sé cuánto dormí, pero parecía que había tomado una pastilla de clonazepan porque ni siquiera desperté en las siguientes horas que siguieron al viaje.


Pasaron dos meses que estaba rodando la tierra entera hasta que encontré una guarida aceptable en Haedo. Yo pensaba en una cosa: al menos, tenía laburo aunque ¿de qué me servía tener trabajo si mi casa era una vivienda rodante? De nada. Le había estado mintiendo a mi hijo para que no se preocupara, porque conociéndole sus actitudes, era capaz de hacer de esa casona un cuarto para que me vuelva, pero a esta altura, no tenía ni cinco de ganas de seguir aguantando a mi ex. Me empecé a conformar con poner el traste en la silla y dar vueltas desde Moreno a Mercedes. Ya para eso, creo que fui afortunado en poder ubicarme en otro lado. Podía tranquilamente haberme quedado dando vueltas con las cargas así al menos sentía que Pico no estaba tan lejos pero que al menos, estaba cerca de ella por unos momentos.

Al inicio la pasé bastante mal. Pero volví a levantar mi rancho, como aprendí en el campo. Con la diferencia de que no amasé barro, pero si fuera necesario, lo hubiera hecho. Me costó mucho acostumbrarme al ruido de la gran urbe. Por eso, cuando oigo, y no me canso de hacerlo, a Nino Bravo cantar “Libre”, digo que soy libre, que con la libertad aprendí a soñar y en una de esas noches invernales de frío, tormenta y lluvia, se me dio p’or soñar en regresar a General Pico. Miré mi entorno y pensé en todo lo que me había llevado levantar esto, pero como buen paisano, puedo volver a levantar mi rancho. Los años… sí, los años, pesan y bastante. Ya no era el pendejo o el principiante de los rieles que podía esperar. Ahora no. Es ahora cuando confieso que mi Pepito sueña con mi regreso triunfal a Pico.


¿Quién dijo que acá en la gran urbe iba a estar tan solo como cuando partí? Acá escribí un capítulo diferente de mi vida como ferroviario. Aprendí a mirar a las chicas que salen de la universidad de Luján, con bolsos, carpetas, libros… a mí ni por una remota casualidad se me ocurre ir a los claustros, no me interesa. Aparte ¿y qué podría hacer yo allí? No importa, yo las miraba y mis ojos se me iban por esas muchachas… que lindas! Pero bueno, yo acá sigo destino a Mercedes. A veces rozo el extremo de ponerme colorado como un tomate cuando se me acercan a preguntarme tal o cual cosa. Podría trancar la ventanilla y hacerme el zota, sería una actitud poco gentil hacia el otro.

Y me agarra la noche con uno de los últimos servicios. Admito que desde que he llegado acá, a mi Pepito lo he tenido un poco lejos, pero si hay tecnología que no se note, todos los días despertamos con el clásico buen día, que es un mensaje escrito a través de un aparato llamado teléfono móvil. Algo es algo. Lo que sí es que aún no me he sentado a ver esas cosas de la informática.

Al mismo tiempo, he conocido otras personas, pero no hace que mis viejos amigos y conocidos del camino ya no lo sean. Estamos distanciados por esas cosas de la vida y son parte de mis recuerdos. Coseché buenos amigos… sí, compañeros y aquellos que llegaron por el lado de mi afición. Pero tuve la ocasión de conocer a una chica, Luján, que seguía bien a fondo esta pasión, tanto como los varones. Despegar los ojos de ella creo que… según dicen las lenguas, dí un giro de 270º y ella se ocupó de hacerme dar el de 90º así regresaba al 0 de partida.

Es verdad, le mandé unos mensajes medio extravagantes. A ellos les debo que me hayan hecho llegar hasta mí esta muchacha varios años menor que yo. Pero a decir verdad, empecé a soñar algo distinto con ella. Lograr que viniera hacia el oeste era pedir imposibles.


Bien no se supo como acabaron juntos. Lo que sí, la historia se dio vuelta en 180º, a Pepito el sueño se le hizo realidad: su amado padre, cuando menos lo imaginó, regresó a habitar General Pico. Con una nueva pareja, Luján. Al menos, estaba cerca de todos. Pero una parte de mi vida se había “emparchado”: estaba en mi tierra, la que me vió nacer, crecer, partir y volver. Con los brazos abiertos.

Amo esto. Como los andinos el carnaval, yo amo a Pico. No me lo supliques, Pico mío.

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