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sábado, 18 de abril de 2009

El sátiro de NCA

Observaciones: Cualquier semejanza con la realidad es pura casualidad

Durante un tiempo, no se sabe con exactitud cuánto, mientras en Victoria estaban de asamblea, un loco desquiciado irrumpía sin más. A los tiros con una arma de fuego a repetición. En esa sala, de dimensiones medianas, había muchos ferroviarios. De TBA, delataban sus uniformes. Y estaban en asamblea.

Lo que nunca imaginaron que esa pacífica asamblea, donde discutían el pedido de la apertura a paritarias, se les volvería el infierno en la tierra: tiros y tiros, gritos afónicos, manotazos, intentos de defensa. En un intento inútil por conservar la vida, quien pudo se escondió debajo de una silla que quedó hecha un colador por los tiros. Todo eso en tan solo… 3 minutos y medio. Solo esa fracción de tiempo duró esa balacera. Suficiente para dejar una estela de muertos y una regadera de sangre.

Los pocos que sobrevivieron, a duras penas, pudieron contar que quien abrió fuego portaba el uniforme de una empresa de cargas. Pero ahora lloraban a sus compañeros muertos en una locura sin explicaciones.

Así empezó la carrera del delito de este asesino, como empezó a conocérselo.

Era capaz de cualquier cosa: hasta sentía placer de martirizar a los pobres perros que deambulan por la estación de Retiro buscando un bocado de comida que les calme el hambre. Y un día, bendito ese día, fue el que Ulises al salir de la oficina de Ferrocentral, vió como el asesino mortificaba a un perro moribundo, hasta hacerlo morir. Un miedo paralizante le corrió por el centro de la médula espinal y quedó mudo y frío como una estatua. Solo le saltarían lágrimas, le correrían por las coloradas mejillas.

“¿Qué lloras animal ingénuo?” – le dijo sarcásticamente el asesino.

“Que si tuviera en mis manos un cuchillo te deguello” – alcanzó a decirle Ulises.

“No te preocupes que para ti tengo un regalo” – le contestó, sacó un revolver y le vació todo el cargador. Se marchó dejando a Ulises malherido, desangrándose frente a la oficina.

La cosa estaba descontrolándose.

Darío y su señora, Carmen, se fueron a Córdoba de viaje para celebrar su aniversario de casados. Todo parecía una gran felicidad para ellos aquel viaje. Dormían reclinados en los asientos del pullman. Darío despertó a media noche y vió pasar por el pasillo un sujeto desagradable y el viaje no le resultó tan placentero. Deseó llevarse a su esposa a Junín, pero no había remedio: estaban en pleno viaje.

Carmen tranquilizó a Darío y se fue al baño. Le llamó la atención que no regresara, debido al tiempo que llevaba. Luego pensó que estaría en su tiempo, pero después pensará que está pasando algo serio y se levantó. Caminó hasta la puerta del baño de mujeres y le golpeó. La llamó y no le contestó. Miró y la cerradura estaba girada. Con una navaja logró girar la cerradura y abrió, pero el panorama era tétrico…

Su viaje de placer se había vuelto en infierno: vió a su esposa colgada, con un corte profundo a la altura del cuello, desnuda… el baño era un regadero de sangre. Se arrodilló a llorar… a gritar… insultar… nada lo tranquilizaba, a pesar de que el guarda hacía lo imposible.

Tenía sus manías, pero ya a esta altura, todos tenían miedo, pero al mismo tiempo querían que se fuera.

Se desplazaba con total libertad. Era capaz de mezclarse entre el tumulto de pasajeros en el tren de las sierras. Pero en Córdoba, ya había marcado a la próxima víctima: un cambista que tiene una pierna ortopédica.

Era de noche y el inspector Tavella subió hasta la cabina de señales. Un silencio acaparaba todo afuera y adentro solo había paz. Tavella y el cambista tomaban mate y jugaban a las cartas. Se levantó para ir a cargar la pava con agua y ponerla al fuego, cambió el mate y se asomó por la ventana. Sin buscarlo, alguien lo encerró.

Golpeó desesperadamente con los puños cerrados pero nadie le abrió. Hizo silencio y apoyó la oreja derecha y escuchó gritos. y una frase que le llegó a lo más hondo de su ser “¡Esto te pasa por haber hablado!” y no oyó nada más.

Tomó unas sogas que había ahí, las anudó, abrió la ventana y se descolgó por ella. Pero 7 metros antes de llegar al suelo, una de las sogas se zafó y cayó al vacío, lo que le ocasionó fracturas múltiples en su cuerpo.

No tardaría en regresar a sus andanzas.

La siguiente víctima, que ya hacía tiempo la tenía marcada, era la mujer del jefe de la estación Cosquín. Bella como ella sola, mirada atractiva, una vida por delante. Hacía poco que se había casado.

Esa tarde que quedó sola fue la pesadilla: su marido había salido a la farmacia a dos cuadras de la estación y aprovechó el asesino para entrar y sorprenderla durmiendo la siesta. Indefensa, lo primero que hizo fue maniatarla al respaldar de la cama. Con un cuchillo acabaría desnudándola. A pesar de los gritos, nada lo detuvo a cometer la fechoría. Abusó de ella y después la apuñaló unas 120 veces.

Cuando el jefe llegó, encontró al asesino en la oficina. Éste trato de fingir un asesinato que recién descubría y le dio el pésame. Cuando llegó hasta la cama grande y vió la escena, regresó corriendo para agarrarlo pero éste, ya no estaba más.

Entre tanto, ninguno en los letrados parecía poner fin a este caso. Ya todos sabían que el sátiro era de NCA, y que con nombres y apellidos, era Mario Figueras.

Unos años después consiguieron acusarlo y pasar un tiempo preso. Lo malo de esto es que dos años y medio después, por esas vueltas de la vida, el juez cerró la causa para siempre. Y el acusado volvió a salir… libre… y regresó a los rieles. Para colmos de males, a seguir matando.

¿Vieron que el infierno existe y está en la Tierra?

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