Ed y Tom son dos buenos amigos. Ellos pululan por las calles porteñas de Retiro, revolviendo los tachos de basura o la basura que tiran los mismos transeúntes. Ellos se conocen desde el día que su dueño decidió tomarse para siempre un tren a Córdoba capital porque decidió vender su departamento lujoso del caro barrio de Recoleta.
Dicen, que el día que su dueño se sentó en la ventanilla en el tren, en el andén estaban ellos: Ed le maullaba y Tom ladraba, los dos sin parar, un concierto de voces sin consuelo, como deseando ellos también ir. Pero no, el tren partió y ellos empezaron su vida callejera.
Al inicio, la convivencia en la calle fue muy dura. Los dos competían con sus pares para abrirse paso en medio de la urbe.
Una noche, la policía salió a montones a hacer un operativo por la zona de la villa. Ed quedó en medio de una balacera y recibió dos disparos que casi acaban con su vida.
En su andar, sus instintos los llevó un buen día a terminar en estación Once. Allí robaron un buen bocado de comida al mozo del tren de Bragado. Aquel maldijo e insultó pero fue inútil, ellos disfrutaban del bocado rico de comida que comieron plácidamente en la estación de subte Plaza Miserere.
Desandando el camino volvieron a Retiro. Porque bien sabían que Retiro fue el lugar donde vieron partir a su dueño. Y a seguir con su vida de vagabundos noctámbulos.
Tiempo después llegó la época invernal. Sabían que algún rinconcito los cobijaría. Un día, eligieron mal el lugar donde buscar calorcito: la sala de espera de Ferrocentral. Bastó para que viniera un encargado y le diera una fuerte patada en la cadera a Tom. Tom solo largó un chillido de dolor. Esto enojó a Ed, quien saltó azarosamente sobre el empleado y con sus uñas más afiladas que nunca lo arañó en cuanto sitio pudo. Tampoco se salvó de los dientes de ese gato enfurecido por lo que le hizo a su amigo Tom.
Cuando venía la policía, Ed se largó más rápido que nunca y junto con Tom huyeron atravesando el hall central de la estación para perderse en las escaleras del subte.
Un día domingo soleado, unos niños que pasaban por la plaza, encontraron a Ed y a Tom durmiendo juntos. Uno de ellos alzó a Ed y lo mimaban como si este fuera un gatito de ellos. Ed disfrutaba de los mimos y dejaba que hiciesen con él lo que quisiesen. Lo tenían a upa. En tanto, Tom se acercó a ellos y se sentó con la cabeza mirando a Ed. Pero ellos estaban más ocupados con Ed y al perro le restaron importancia.
Al caer la noche, los niños se llevaron al gato a su casa de Villa del Parque. Tom no dejaría que Ed se fuera.
Siguiendo los rastros, llegó hasta la casa. Esa noche, Tom durmió en la puerta y no se saldría de ella hasta que saliera su amigo Ed.
En cuanto los padres se llevaron a los niños a la escuela, Ed se salió por una ventana y con Ed se caminaron hasta la estación y en un tren del San Martín, emprendieron el regreso a Retiro.
En el tren, el guarda se percata de la presencia de ellos y con el radio pide que vengan a llevarse a Ed y a Tom. Como no eran sordos y sonsos, se dieron cuenta que querían mandarlos a la perrera. Es decir, al Pasteur.
Cuando el guarda se cuelga la radio en la cintura, Tom gruñe mostrando los dientes. Ed gruñe como todo buen gato enojado. El guarda los mira azorado. Pasmado. Atónito. Dos segundos bastaron para que Ed descargara las uñas en ese guarda.
En Retiro, Tom lleva a Ed hacia la casilla de los maquinistas de NCA. Tom sabía de otros perros que duermen en el lugar y lo hizo pensando en el calorcito y la protección del frío. También podrían ligar hasta un bocado de comida.
Una noche, un empleado de la firma NCA los encontrará a los dos durmiendo juntos. Tranquilos. Pero los dejará. Ed despierta y se refregará en las piernas de ese empleado. ¿Mimos? No, le maulla pidiendo comida.
Va a la heladera y les dará alimento con agua. Ed lo sigue y cuando el empleado pone el plato en el suelo, Ed come y toma agua, tenía hambre y sed. Y después volverá a dormir.
Los restantes días hasta que decidan un plan, los pasarán allí. Porque allí no están en la calle. Tienen comida y agua. Calorcito y techo del cual refugiarse. Hasta que un día Tom animó a su amigo Ed a salir en busca de su hogar perdido.
Una noche de lluvia torrencial fue cuando ellos salieron de su ocasional techo y sin que ninguno lo supiera, se colaron en el cordobés. Eligieron el furgón de las encomiendas porque creyeron que nadie los encontraría.
Un alguien decidió investigar entre las encomiendas y, al levantar la lona, los encontró durmiendo. Llamó al guardatren para dar la voz de la presencia de intrusos. En ese momento los ojos de Ed parecían lanzar chispas. Tom movió la boca mostrando su colmillo izquierdo.
Nada bastó para la presencia del guardatren que, sin hacer preguntas de ninguna especie, ordenó que abrieran la puerta y arrojar a los animales a la vía.
Obvio que no terminó demasiado bien. Al menos para el guardatren y el empleado en el furgón.
Primero le tocó el turno a Ed. Si bien lo posicionó para arrojarlo, antes de hacerlo, en un instante de segundos, Ed se encargó de arañarle el pómulo derecho y en ese fuerte arañazo le sacó un ojo. Se oyó un griterío mezcla de maullido enojoso con uno de dolor humano. Pero igual lo arrojó.
Y Tom le dejó su evidencia al guardatren. Mientras éste medio lo ahorcaba, se encargó de darle varios mordiscones, dos de ellos muy profundos, cuyas heridas brotaba sangre como si fueran ríos torrentosos. Pero no se salvó.
Por suerte, cayeron en medio de los pastizales. Lograron reencontrarse y desandando el camino en la vía, hambrientos y sedientos, deslúcidos llegaron a Rosario.
Tom asomó las narices en la casilla de los maquinistas y le dieron de comer. Era arroz con leche. Entre ellos comentaban “Este perro parece que fuera la última vez que comiera”.
Y en eso cayó Ed para pasarle la lengua al plato.
“¿Cómo? ¿Y qué hace este gato aquí?”
Tuvo su ración de arroz con leche, que la devoró de una.
Luego de la comida, se quedaron a dormir en un rincón. Ahí pasaron la noche.
Al día siguiente, cuando fueron a tomar servicio, uno de ellos tomó un collar y se llevó al perro, dejando al gato.
Ed despertó y maullaba llamando a Tom, que en vano no aparecía. Entre ellos comentaban afuera que al perro se lo llevaron en un tren de carga a Villa María.
“Yo me llevo el gato a mi casita en Rodríguez del Busto” – comentó ante sus compañeros, se fue a la casilla, tomó al gato, lo metió en una canastita con unos almohadones, lo tapó y se lo llevó. Le resultó extraño que el gato se durmiera en esa especie de moisés improvisado y que no huyera al fuerte ruido de
Tom bajó junto con el maquinista de
¿Y qué fue de la vida de Ed? Once meses después, en un paseo en Rodríguez del Busto, precisamente en la estación, hallará que Ed vive con el jefe en la estación. Estaba dando vueltas en el andén, y aunque estuviera vedado el acceso a los peatones, Tom se escabullió y allí estaba Ed.
El jefe vió todo desde adentro, no admitía que un perro osara molestar a su querido gato. En silencio tomó la escopeta, desde la ventanilla apuntó hacia el andén y ejecutó un tiro certero, para que la vida de Tom se esfumara en ese instante.
Ed abandonó el andén y sin quererlo, dio con su dueño. Desconsolado. Buscaba explicaciones con la mirada fija al suelo, donde no las había. Y entonces fue como el dueño enérgicamente le dio una trompada al de seguridad, ingresó a la estación, atravesó la puerta y en la oficina, tomó la escopeta y delante del motorman y un ingeniero, le descerrajó un tiro en la cabeza.
“No te preocupes, Tom no te va a molestar más pero vos, tampoco”
No hay comentarios:
Publicar un comentario