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miércoles, 13 de agosto de 2008

2003 – 5 años de mí – 2008: Lección entrerriana

Nota previa a la lectura: Por haber herido la sensibilidad de algún/os lector/es, he considerado oportuno hacer una enmienda. A continuación se detalla el cambio.

“...cazar pajaritos a hondazos...” por “...pegar monedas viejas en la vereda y hacerle creer a los caminantes que cuando se disponían a levantarla, se les rompía el pantalón...”

Es verano y los árboles están llenos de hojas. En Empalme Villaguay se juntan los vagones de ALL esperando vía hacia algún sitio pero a los dos minutos arriba el tren local. Como sucede siempre, el espíritu pueblerino está muy presente. Llevo algo así como unos 13 años al frente de esta estación pero jamás olvidaré esta travesura.

Uno de mis compañeros, Andrés, tiene una señora muy divina: Eliana y sus dos princesas, Carolina y Gabriela. Yo los adoro – bueno, no tengo familia que me llore –, todos los días juegan en los andenes del empalme, cuando no también las veo con una gomera trepadas, cazando algún pajarito por ahí.

En la casilla de los cambistas también habita un compañero y tiene un hijo, que es muy compinche con estas niñas: lo conozco más por Pipo. Pipo tiene una madre sustituta porque la verdadera, falleció tres años después de nacido Pipo. Todo el mundo lo conocía por “Ser la piel de Judas”. Estos chicos andaban juntos todo el día, socios en las más diversas e inocentes tropelías: pegar monedas viejas en la vereda y hacerle creer a los caminantes que cuando se disponían a levantarla, se les rompía el pantalón; comer mandarinas o moras de los patios de los vecinos; tirar frutitas del paraíso a los transeúntes con cerbatanas de canutos o de sorbetes; o caminar sigilosamente por los muros para espiar la vida de las gentes. Nada del otro mundo.

Pero una vez se les ocurrió algo demasiado audaz: un robo en la oficina de la estación.

Fue una siesta dominguera, en pleno verano, cuando Villaguay duerme la siesta placidamente y solo las ratas pasean. Por una ventana entreabierta, Gabriela, que era la más flaquita, se metió en la oficina. Pipo – era el mayor y el más vivo – ofició de campana en la ventana. A Carolina le tocaba recibir el precioso botín que se habían propuesto obtener: la recaudación del día.

Por suerte, el robo fue un éxito. También por supuesto, me tomé el trabajo de observarlo todo. Y los dejé hacer.

Esa misma noche, diré que pasó en ambas casas.

En lo de Eliana y Andrés, ambos estuvieron particularmente hoscos con las dos nenas. No les dirigieron la palabra durante la cena y ellas empezaron a darse cuenta de que algo andaba mal. Cuando se fueron a acostar, el papá fue al cuarto de ambas. Se sentó en una banqueta y les dijo, suavemente y con tono muy grave y dolorido, lo que Maciel – yo – le había contado. Le dijo que no lo podía creer. Pero que no le gustaba la idea de que en su casa viviera un alguien sospechado de ladrón. Que no quería avergonzarse de las nenas, las chiquis de crianza, para el resto de su existencia. Así que debieron tomar una decisión: si eran inocentes, debían sostenerlo y Andrés mismo se comprometería a acompañarlas hasta mi presencia para limpiar el nombre de sus hijas y el honor de padre de toda sospecha. Si no lo era, dos eran los caminos posibles: confesar y devolver todo el dinero, o dejar la estación junto con su familia, para siempre.

Supe que esa noche no les dio el beso de las buenas noches. Y ellas se quedaron solitas, aisladas, y así pasaron la peor noche de sus vidas.

A la mañana siguiente, avergonzadas y ojerosas, caminaron los veinte metros que iban de mi oficina a la casa de ellas. Parecía que estaban caminando hacia la silla eléctrica. Previo, en la puerta, Andrés les había dicho:

- Ustedes tienen que asumir cada una su responsabilidad. Van a devolver ese dinero a Maciel, y después le pedirán disculpas. Van a escuchar lo que él quiera decirles, y después regresan. Lo van a hacer todo solitas. Yo las espero acá.

Fue la mayor vergüenza de sus vidas. Yo las esperaba a las dos, pero me sentía grave. No sé que me balbucearon, pero les recibí el dinero y me mantuve en silencio durante muchos, horribles y larguísimos minutos. Hasta que simplemente les dije:

- Nunca más, chicas, no lo hagan nunca más.

Por el lado de Pipo, sé que nunca apareció más por la estación, ni siquiera el dinero, pero aparte, supe que el padre lo echó de la casa y luego no sé como siguió la historia. Después de todo, me dio lástima ese chico más por la actitud del padre, pero bueno, allá él.

Mucho tiempo después, Carolina y Gabriela me contaron que Pipo estaba internado en un instituto de menores de Concordia. Eso me dolió aún más que el dinero que me habían sacado.

Les confesé algo a ambas, un día que estábamos sentadas en el andén: Andrés, como padre de crianza, es un compañero medido, ascético, sobrio, silencioso, trabajador y ambicioso de una seguridad económica que siempre busca para todos. En contrapartida, Gabriela tuvo suficiente inteligencia para comparar al papá de Pipo: se había vuelto alcohólico y, por ende, muy violento.

- No te preocupes por la parte de Pipo, nosotras rompemos el cochinito, al final, la plata va y viene – me dijo Carolina.

Y no supe que contestar.

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